Mi amiga Perla, que vive desde hace décadas en Mallorca, oficialmente es ciudadana del país más poderoso de Europa. Es persona amable, risueña, con un toque chic y sibarita, gran disfrutadora de los paisajes de la isla, enamorada de Sóller y de los rincones de Palma -incluidos sus restaurantes vegetarianos- y protectora militante de cualquier animal abandonado o maltratado. Mi amiga Perla conserva muy vivo un recuerdo de infancia: el de haber atravesado a pie una Alemania en guerra. Aquella niña de cuatro años no tenía forma de explicarse por qué su vida se había roto y había desaparecido; sólo podía sentir, experimentar en su carne el caos y el miedo. La familia sobrevivió, aunque tuvo que pagar un alto precio. Y Perla, de risa fácil y lectora voraz, amante del jazz y de las puestas de sol, aún siente bajo la piel la película viscosa que le dejaron aquellos años de horror. Y a veces, en las horas oscuras, cree ir de la mano de su madre bajo la lluvia por un campo embarrado, con hambre y con frío, oyendo el pavoroso fragor de un bombardeo.
Pensé en Perla al ver las imágenes de refugiados que llegan a Europa; los vivos y los que mueren en el intento. Al ver, en una abarrotada estación húngara, familias cuyos hijos a veces miraban a cámara y muy pocas veces sonreían. Al ver a las personas que pretendían coger un tren kafkiano, a quienes les repartían alimentos, con mascarilla y guantes de goma; a los policías. Al ver las vallas de alambre de cuchillas. Pensé en Perla, e imaginé el dolor futuro que estaba gestándose en el dolor presente, y no sólo en los puntos del planeta que el lenguaje políticamente correcto llama "conflictivos". No hablamos ya de pobreza -adónde habremos llegado para que la simple pobreza quede en segundo plano-, ni siquiera de guerra, sino de la degradación que puede imponerse a posteriori. Del horror que puede añadirse al horror. De una humanidad partida en dos, cuya parte más rica -y acaso más responsable de lo que ocurre- vive encerrada en una muralla hecha de conceptos y de palabras. Tan encerrada que se ha vuelto ciega para reconocer la acuciante realidad que la rodea.
Por fin, y tras meses de confusión, Europa empieza a gestionar el modo de acoger la creciente ola de refugiados que llega a sus costas del sur. Curiosamente, la mayoría tiene muy claras las cosas: quieren ir a Alemania o los países escandinavos, más o menos como los jóvenes españoles que no encuentran trabajo aquí. Ahora vemos otras imágenes, esperanzadoras, de europeos que abren los brazos y dan la bienvenida. Y en España -como siempre con retraso, y con mucha cautela- van oyéndose voces a favor y en contra, ya bajo la sombra que proyectan las inminentes elecciones. Dado el frágil tejido asistencial del país, qué buen momento para plantearnos en serio la atención a las necesidades sociales, presentes y futuras. Veremos si el panorama político permite, por una vez, que la vida ocupe el primer plano.