Diario de Mallorca

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Que los montes, los ríos, los mares, las bahías y los cabos tengan nombre es, sobre útil, natural. Cuando los españoles, los portugueses y más tarde los británicos emprendieron los llamados viajes de descubrimiento lo primero que hacían los expedicionarios al alcanzar una costa desconocida era nombrar todos los accidentes geográficos con los que se topaban. A veces lo hacían con suerte torcida porque en una época en la que la tradición era sobre todo oral, incluso si se trataba de las cartas náuticas, los nombres quedaban asignados a ojo o, mejor dicho, a oído. Por poner un ejemplo, en el confín austral de América el cabo que en lengua castellana se llama de Hornos fue bautizado por los holandeses como Cabo del Cuerno -Hoorn„, ya sea en recuerdo de la ciudad de ese mismo nombre o porque según sea la perspectiva desde la que se mira parece el remate de la cabeza de una cabra. Cabo de Hornos resulto ser pues una denominación un tanto arbitraria pero tampoco hay que ponerse en plan platónico exigiendo, de la mano de Crátilo, que los nombres contengan la esencia de las cosas. A menudo éstas se conocen bajo una determinada forma porque a la gente le dio por llamarlas así.

Es seguro que el estrecho por el que se adentró Darwin en su vuelta al mundo cuando intentaba sortear el Cabo de Hornos tenía su nombre antes de que recibiese el del barco en el que navegaban él y Fitzroy: Beagle. Los indios fueguinos que ocupaban aquellas tierras le habrían dado con toda certeza un nombre a esas aguas aunque yo no sé cuál era. A esas gentes, Darwin y sus acompañantes les llamaban fueguinos por las hogueras que se veían en tierra al caer la noche aunque la habilidad para prender leña no les bastó para ser considerados por el padre de la teoría de la selección natural como verdaderos seres humanos. Lo eran, por supuesto, y daban nombre a las cosas.

Se ha publicado estos días en la prensa la noticia de que el presidente Barack Obama ha decidido rebautizar el monte más alto que hay en Norteamérica, el McKinley de Alaska, devolviéndole el nombre indígena, Denali, que significa el muy alto o algo parecido. Todavía más hermoso es el significado de Chomolungma, el nombre tibetano del Everest. Conservar los nombres originales está bien a mi entender aunque sólo sea por eso. Nunca se trata de los originales del todo porque no sabemos cuáles utilizaban nuestros ancestros de hace decenas de miles de años pero eso de honrar a reyes y presidentes en vez de hablar de la madre del universo cuando hablamos de montañas es, a todas luces, una chapuza. Lo malo aparece cuando nos encontramos con un nombre impronunciable en nuestra lengua. Mis amigos mejicanos me dicen que la ciudad de Cuernavaca se llamaba en realidad Cuahunahuac y se ajustó ese galimatías sonoro al nombre que los conquistadores españoles podían pronunciar. Con Denali no hay problema alguno. Bienvenido sea a los nuevos atlas geográficos.

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