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Antonio Papell

Cataluña: ¿sólo confrontación?

La dureza de los planteamientos soberanistas, que han ido desgranándose en términos cada vez más rupturistas e incompatibles con el ordenamiento constitucional español -de hecho, partieron de la disconformidad del nacionalismo con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatuto de Autonomía de 2006-, ha ido arrastrando el conflicto catalán hacia la pura confrontación, sin que se plantee siquiera la posibilidad de un diálogo franco, de un acercamiento entre las partes, de una conciliación, de un pacto. De hecho, las posiciones ante el 27S son tan opuestas y están tan alejadas entre sí que ni siquiera se maneja en estas vísperas electorales la hipótesis de una futura convergencia.

Este fenómeno se ha ido gestando desde hace tiempo. Jordi Amat, siempre tan certero, escribía este pasado domingo que "desde comienzos del siglo XXI, en detalle y en conjunto, el fracaso de los creyentes en la tercera vía ha sido estrepitoso". El PSOE ha formulado, en efecto, propuestas federalizantes que facilitarían la 'conllevancia', pero "a la hora de la concreción, sin embargo, no se ha pasado del gatillazo". Y "el Gobierno, de hecho, ha actuado como si el problema no existiera. Durante años, no ha dado ni un solo argumento, ni uno, para que un catalán desorientado que duda opte por la continuidad?". Se dice en Madrid, y con bastante razón, que el nacionalismo radical que hoy controla el 'proceso', encarnado en Esquerra Republicana y al que se ha adherido la CDC de Mas -lo que ha provocado la ruptura de la histórica coalición CiU-, es irreductible, y no cabe con él conciliación alguna. Pero como también ha dicho Amat en el referido artículo, "el nacionalismo, que es determinante, no es la clave de todo".

En efecto, quien mantenga relación estrecha y frecuente con Cataluña se asombrará de que personas que nunca tuvieron inclinación nacionalista, otras que incluso se alinearon con formaciones incompatibles con lo que Pujol era y representaba, y muchas más con limitadas inquietudes políticas que nunca se plantearon adherirse a una rebelión irredentista estén hoy indignadas con Madrid y dispuestas a sumarse a la causa de la lista unitaria. En otras palabras, la desafección de Cataluña con relación al Estado tiene dos niveles diferentes, que no deben ser confundidos si se quiere aprehender la realidad con todos sus matices. Por un lado, existe desde la segunda legislatura de Aznar la convicción creciente y transversal de que Cataluña está siendo maltratada por el poder central; lo que se desprende de una mala financiación, de cierto desprecio institucional al dar rienda suelta a ciertas tendencias recentralizadoras que degradan la autonomía catalana, de un desdén humillante hacia la peculiaridades de un territorio que tiene argumentos muy sólidos para reivindicar su carácter de nación.

Por otro lado, el nacionalismo de raíces culturales, sin duda apoyado en esta mencionada percepción muy generalizada que con celo y tesón ha contribuido a excitar, ha recurrido al 'derecho a decidir' para retorcer el viejo y venerable catalanismo, aderezarlo con dosis abundantes de populismo y convertirlo en explícito independentismo.

El diálogo, la negociación y el pacto con este sector de la desafección, hoy exacerbado y absorto en su universo mágico, son muy difíciles, seguramente imposibles. Pero el Estado tiene mucho trabajo que hacer para congraciarse con estas muchedumbres jaleadas por unos y por otros que no se creen los señuelos que lanzan los soberanistas pero que están cargados de dudas sobre las verdaderas intenciones de la clase política madrileña, que lanza a García Albiol como ariete y cuyas cualidades producen, digámoslo claro, gran escepticismo y algún patológico estremecimiento.

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