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Columnata abierta

Solidaridad sí, pero sin mentiras

Nadie le ha pedido, ni le va a pedir disculpas a Angela Merkel por la sarta de barbaridades que le dedicaron hace unas semanas tras intervenir en un programa de televisión haciendo lo que debería hacer cualquier político: no mentir. En realidad esta es una obligación que convendría que asumiéramos todos, aunque no dirijamos un país. La canciller alemana le dijo a una adolescente palestina que Alemania no puede acoger a todos los refugiados del mundo. Pronunció esta obviedad con tacto. Podríamos incluso afirmar que, para el carácter teutón, Merkel estuvo cariñosa con la joven. Pero ésta se puso a llorar y las redes sociales hirvieron por la crueldad salvaje de una mala persona al frente de uno de los países más ricos del mundo. Ahora esta misma fiera despiadada está ejerciendo el liderazgo moral de todo un continente ante la tragedia de los refugiados sirios huyendo del horror de la guerra. Merkel ha puesto en fila india a Hollande, Cameron, Renzi, Rajoy y el resto de los principales líderes europeos, dando ejemplo y haciéndoles modificar su posición inicial sobre las cuotas de inmigrantes a admitir en sus países. Conviene recordar que eso fue antes de la foto del niño muerto.

En esta crisis humanitaria estamos asistiendo a un espectáculo denigrante que combina demagogia, ignorancia y oportunismo en dosis que dan asco. Está fea la autocita, pero hace exactamente dos años reclamaba en esta misma página la intervención militar en Siria de la comunidad internacional. Entonces el Estado Islámico no era ni la sombra de lo que es ahora, pero Bashar el Asad ya andaba gaseando a la población civil ante la pasividad de la ONU, Estados Unidos y la Unión Europea. Muchos de los que ahora se llevan las manos a la cabeza ante el drama humanitario en la frontera húngara, apelaban a un buenismo inútil para enfrentar a tiranos sin escrúpulos. El fraude de los arsenales inexistentes de armas químicas de Sadam Hussein dejó paralizados a los líderes mundiales a la hora de asumir una responsabilidad moral allí donde sí se estaba empleando a discreción el gas mostaza. Y a los que defendíamos el empleo de fuerzas terrestres para detener de manera inmediata aquella masacre, los pacifistas de salón nos preguntaban si no habíamos aprendido la lección de Irak y Afganistán. Sí, la habíamos aprendido. La diferencia era que entonces no existían los grandes touroperadores de la tragedia, estos mercaderes del dolor que hoy nos colocan la calamidad justo a las puertas de Europa. Dolía menos porque las mafias no nos acercaban tanto la desgracia de miles de seres humanos que huyen de sus hogares antes que una bomba les caiga encima, o un barbudo les rebane el cuello. Traficar con la angustia y el pánico de miles de familias inocentes era una suculenta oportunidad de negocio que estos modernos negreros no podían dejar escapar.

De toda esta infamia me quedo con las muestras de solidaridad individual que están dando muchos ciudadanos europeos. En la inmensa mayoría de casos hablamos de personas normales, con sus necesidades básicas cubiertas, dispuestas a sacrificar una parte de sus ingresos o de sus comodidades para ayudar a seres humanos desesperados. Es decir, gente que prescinde de algo suyo para compartirlo y aliviar la situación de otros. Sin embargo, parece que esta evidencia en las economías domésticas es la que algunos evitan trasladar al debate público, porque ahí no se juegan el cielo, sino los votos. El aluvión de refugiados sirios se detendrá. No sé cuándo, pero esta hemorragia de dolor cesará. Y entonces llegarán de cualquier otro infierno, que lo habrá.

En Europa habita hoy el 7% de la población mundial, y en 2040 ese porcentaje rondará sólo el 5% debido a la baja natalidad. Pero esa treintena de países son capaces de producir una cuarta parte de la riqueza mundial. Aunque no en semejante proporción, Europa hace décadas que es un continente rico y relativamente poco poblado. El dato que ha variado por completo el panorama migratorio es otro: concentramos el 50% del gasto social en todo el planeta. A pesar de ello en la Unión Europea viven más de 40 millones de personas en situación de extrema pobreza y exclusión social. La cuestión a plantear es si, más allá de situaciones de emergencia, una mayoría de ciudadanos europeos está dispuesta a que esa solidaridad individual se traslade a lo público e incida en los servicios básicos de nuestro estado del bienestar. Lo honesto es admitir que la irrupción de millones de personas en busca de esperanza para sus familias va a repercutir en la distribución y la cualidad de esos derechos esenciales. Lo contrario es una ocultación que da alas a los xenófobos, esos hijos del miedo. Y el miedo sólo se combate con planteamientos racionales y afrontando los problemas con sinceridad, como Merkel.

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