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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Pensamiento ilusorio

Entre los partidarios de la independencia catalana, es casi un lugar común que Europa no tendrá ningún problema en aceptar a una hipotética Cataluña independiente. Miquel Ensenyat, el nuevo presidente del Consell de Mallorca, lo aseguró hace poco en una entrevista: "Cataluña seguro que estaría en la Unión Europa. Si acepta a esas repúblicas bálticas que son pobres y miserables, ¿no querrá a Cataluña, que es rica?", dijo Ensenyat.

Pero las cosas no son tan sencillas como parecen. Primero, porque las repúblicas bálticas no son tan pobres y miserables como dice Ensenyat: Letonia, de hecho, tiene un PIB sólo algo inferior al catalán (el catalán se ha calculado en unos 27.000 millones de euros, por 24.000 millones del letón, aunque Estonia y Lituania sí que están muy lejos del nivel de riqueza de Cataluña). Segundo, porque las repúblicas bálticas entraron en la Unión Europea tras obtener su independencia de forma pactada con el estado al que pertenecían la extinta URSS, de modo que no hubo ninguna anomalía legal en su nuevo estatus político. Y tercero, porque ningún estado miembro de la UE consideró en su momento que la incorporación de las repúblicas bálticas pudiese poner en peligro los cimientos de esa misma Unión, que se basa en una compleja arquitectura de acuerdos y protocolos que deben ajustarse por completo a las condiciones legales que estén en vigor en todos los estados miembros.

Y eso, se mire como se mire, es algo que no sucedería con una hipotética Cataluña soberana tras una declaración unilateral de independencia. De entrada, es casi imposible que Cataluña obtuviera la aprobación de España, por razones obvias, pero también debería contar con la hostilidad manifiesta de Francia, cuya constitución la define como "república indivisible" y que cuenta con una región, la Catalunya Nord, que es ambicionada por los pancatalanistas, con las fricciones que eso podría crear. Y por si fuera poco, Francia tiene además otras dos regiones Córcega y Bretaña que podrían verse tentadas por iniciar un proceso secesionista a imitación del catalán, con lo cual es altamente improbable que aceptase a la nueva Cataluña en el seno de la UE. Y lo mismo podría decirse de Italia, donde las tensiones endémicas entre el norte y el sur (la rica Padania de la Liga Norte frente al atrasado y mafioso Mezzogiorno) también podrían desembocar en un proceso secesionista del Norte próspero con argumentos muy parecidos a los de los independentistas catalanes. Y eso por no hablar de Bélgica (un estado dual que se sostiene casi con alfileres) o de Gran Bretaña, que todavía tiene pendiente el problema del Ulster, donde pervive la memoria de los enfrentamientos sangrientos y de los tiros por la espalda. Y estoy seguro de que se me olvidan más países miembros de la Unión Europea que verían con muy malos ojos la independencia catalana, y que por lo tanto se lo pensarían dos veces antes de aprobar su incorporación como nuevo estado soberano.

Ahora bien, los argumentos racionales no tienen ningún valor para los independentistas, que fundan sus ideas en una larga serie de ideas y prejuicios menos ideas que prejuicios que apenas tienen ninguna base lógica. En realidad, todo el proceso es puro wishful thinking, es decir, pensamiento ilusorio basado en sentimientos incontrolables (el amor por lo propio, el odio hacia todo lo que venga de fuera) que a su vez se asientan en cálculos y en premisas irreales. Y aun así, el ideal de la independencia catalana resulta atractivo para mucha gente porque es la única iniciativa actual que sirve como proyecto de futuro. Y en tiempos de confusión y sacrificios, cuando es fácil creer que se está desintegrando el mundo en el que uno se había acostumbrado a vivir un mundo en buena medida habitable, esta clase de ideas románticas sirven como una portentosa terapia de autoayuda y de superación personal. No hay nada mejor para salir de una depresión que sentirse arropado por un grupo que te asegura que eres mejor que los demás. Y en este sentido, soñar con la independencia es una idea muy simple que permite combinar el narcisismo sentimental ("Somos mejores que nuestros vecinos") con el agravio victimista ("Esos vagos de aquí al lado nos roban lo que es nuestro"). Y no hay que olvidar el instinto primario de la huida hacia adelante, que es una tentación irreprimible en tiempos de angustia por la crisis económica. Y por supuesto, también hay que contar con la idea matriz de la superioridad cultural de los catalanes sobre los "vecinos" pobres y atrasados, una idea que cierta pseudo-izquierda comparte sin complejos.

No sé lo que pasará el próximo 27 de septiembre, pero está claro que, pase lo que pase, va a ser muy difícil que Cataluña se convierta en un nuevo estado independiente. Al menos, tal como lo cree Miquel Ensenyat, es decir, dentro de la UE y sin problemas de ninguna clase ni riesgos para las pensiones y los salarios de los empleados públicos. Porque esto, siento decirlo, no es más que puro pensamiento ilusorio.

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