Diario de Mallorca

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Hablar por hablar. Incluso sin voz

Recuerdo con añoranza y vivo con placer, cuando ocurren ahora, esas conversaciones distendidas cuyo único objetivo es el intercambio; diálogos que permiten un fluir desordenado del pensamiento sin tamiz ni autocensura, cuajado de silencios para la reflexión que ninguno tiene prisa en romper o que puede interrumpir desde cualquier murmullo al vuelo de un pájaro.

El ambiente propicio fomenta la distensión, qué duda cabe, y la canícula estival con sus largos atardeceres, un interlocutor conocido de antiguo, ningún as bajo la manga y el bienestar personal, son otras tantas circunstancias que facilitan esa apertura para que las opiniones se muestren sin ambages, dejadas a su aire y en tranquila coexistencia con otras, quizá contrarias y, no obstante, conviviendo sin colisión ni impelidas a justificarse a cada poco. Tal vez sólo parcialmente inteligibles para el propio autor aunque poco importe, porque no hay premeditación ni pretensión alguna más allá de una sinceridad donde suele albergarse la verdad. Son esas aperturas del alma, sin trampa ni cartón, las que supongo tenían lugar en aquellos paseos platónicos por la antigua Grecia en pos del conocimiento: digresiones sin cortes a destiempo y largas pausas para interiorizar lo apetecible, ajenas al apremio por responder o adaptar la cadencia a estereotipos prefijados.

A mí suele darme por divagar durante y tras la cena, y ni les cuento si va acompañada con dos vasos de Verdejo. Es un resumen del día; comentarios sobre lo leído en prensa, el último libro o algún que otro proyecto apenas en embrión y que, con frecuencia, se enfrentará a la disuasión pasado un rato: "Me caigo de sueño. Por cierto: ¿no podrías elegir otro momento para darle a la lengua? No sé qué mosca te pica cada día a estas horas?". Y será comentario pasado habitualmente por alto aunque, en mi primera juventud, habría sido impensable que la somnolencia mediatizara aquellas charlas que convertían en santiamén el tiempo que tardábamos en recorrer, con mi hermano y antes de acostarnos, los tres o cuatro kilómetros que separan Figueres de un pueblecito, Alfar, en la provincia de Gerona. Charlas a las que la tapia del cementerio junto a la que discurría un trozo del camino, ya de regreso, podía incorporar reflexiones trascendentes al previo intercambio de pareceres. Han pasado ya muchos años desde que, a media carrera y en vacaciones de la Facultad, diseñábamos futuros a la medida de nuestros sueños; no obstante y hasta hoy, los fines de semana seguimos compartiendo el rato del café, y las canas no han conseguido interrumpir o cambiar el talante con que nos compartíamos décadas atrás.

Aunque no es preciso, ¡faltaría más!, el vínculo familiar para dejarse llevar; para escuchar sin pensar a un tiempo en la respuesta y aprovechando que el interlocutor tome aliento. Cualquiera que goce de experiencias similares, amistades tan hondas que no precisan de justificaciones o incluso de palabras, sabrá del deleite que supone poder comentar sin plan ni objetivo. A la postre, los pensamientos que traduce la voz son las sombras de los sentimientos y si hablar supone, en alguna medida, domarlos para hacerlos transmisibles, por lo menos convendrá intentar que las palabras no los traicionen, disfrazándolos o haciéndolos instrumentos de segundas intenciones. Ello demanda, junto a los propios condicionantes, de un receptor fiable que no haga de cada frase un prejuicio; un amigo/a de verdad.

En otro caso, y si no fuera posible hablar con el otro al modo en que uno debate o se interroga a sí mismo, puede ser más gratificante hacerlo a solas y en silencio para que nuestras interpretaciones campen a sus anchas. Al modo en que escuchamos a los muertos. Nada más entrañable para el interlocutor que llegar a la convicción de estar asistiendo a un monólogo interior que la voz expande y, en esa línea, hablar consigo mismo en la quietud de la habitación o durante un paseo, puede ser más enriquecedor que verse obligado a maquillar las opiniones por no contradecir, generar tensión o herir susceptibilidades.

Lo cierto es que, de no tener a mano un camino de Alfar para recorrerlo en buena compañía, mejor el paseo solitario para mirarse dentro sin temor a encontrar lo que tal vez no pudiésemos justificar en alta voz. El desnudarse a solas puede ser pedagógico, sorprendente y traernos la paz o la contienda; es insustituible, pero si en paralelo contamos con uno o más dispuestos a formar equipo para escarbar en la realidad sin emplear el verbo como añagaza, creo que podemos darnos con un canto en los dientes. Así es la amistad, uno de los premios que puede concedernos la existencia y que todos, por el hecho de transitarla con sus inevitables altibajos, merecemos. En otro caso, hablar a solas. Todo por seguir aprendiendo incluso de nosotros mismos. Que eso es, a la postre, vivir.

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