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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La mamá de Marco

El consejero de Justicia de la Generalitat catalana se mostró favorable a la concesión generosa de la nacionalidad catalana a los habitantes de los territorios de Cataluña norte, Comunidad Valenciana, la Franja de Aragón y Balears. Todo ello en base a que Cataluña no debería olvidarse de la "nación completa". Esta declaración sirve para intentar desvelar el poso de contradicciones en las que se mueve el imaginario nacionalista. Tan imaginario que, después de tantos años de democracia y libertades y, por tanto, de oportunidades para fijar el contenido de un objetivo político de tanta trascendencia como es la construcción de un Estado para una nación, aún no sabemos qué Estado es el que se pretende construir y cuál es la nación sobre la que se va a edificar.

Empecemos por el origen, es decir por Cataluña. Hasta ahora, desde la Transición, se ha venido clamando en Cataluña por su reconocimiento como nación. Obviemos el significado de la palabra nación o los requisitos (territorio, cultura, lengua?) que tradicionalmente se han considerado para la identificación de un sujeto político como tal. O el más manido de todos: es una nación aquella comunidad que muy mayoritariamente quiere ser reconocida como tal (simple tautología). Si un miembro del gobierno nacionalista de Cataluña asegura la incompletitud de la formulación "Cataluña es una nación", es que, implícitamente, está afirmando que "Cataluña es una nación incompleta". Lo cual, guste o no, significa que Cataluña no es una nación sino que es parte de una nación que, en el imaginario nacionalista, no es otra que los llamados "Països Catalans". Como en la oración del final del día, las completas, donde se consuma el fin de los tiempos políticos.

Los llamados Països Catalans se llaman así en base a que en todos ellos se habla catalán (además del castellano). Pero de la misma manera como de todos los países que hablan español sería una temeridad atribuirles la condición de miembros de una nación llamada Países Españoles, no acaba de entenderse la lógica que subyace bajo la formulación de tal nación. Nadie con sentido común dejaría de reconocer las especiales relaciones de proximidad geográfica, lingüística, cultural, de los territorios que hasta hace tres siglos mantuvieron instituciones comunes, como en el caso de la comunidad hispánica, pero no se alcanza a comprender la voluntad política de reconstruir una formulación medieval deshecha en 1714 por los resultados de la guerra de sucesión a la corona de España ceñida por Carlos II, el último Habsburgo, entre Felipe, el pretendiente Borbón y Carlos, el austríaco. De hecho, la única formación política que reivindica en su programa los llamados Països Catalans, es la CUP, formación muy minoritaria en el parlamento catalán. Entonces lo que ya no se comprende es que un miembro del gobierno de Cataluña, perteneciente a CDC, el partido de Pujol (padre de la nación y de millonarios, hijo de un evasor de capitales) y del president Mas, formule una declaración política que nunca ha formado parte de su programa y que en el parlamento catalán solamente sostiene una formación con tres diputados de un total de 135. A no ser que el tal Germà Gordó haya incurrido en la ligereza de mostrar el programa oculto de CDC y del resto del nacionalismo catalán: incorporar a Cataluña los territorios donde se habla catalán: el pancatalanismo.

Cada vez que se hace una comparación histórica, especialmente con los sucesos trascendentales del siglo XX protagonizados por los alemanes, se pone el grito en el cielo por parte de los nacionalistas, intentando deshacerla con el argumento de que el recurso a Alemania o al propio Hitler es tan excesivo que, de forma instantánea la descalifica. A despecho del grito, no hace falta sino un mínimo de historia para saber que las dos grandes conflagraciones europeas del siglo se corresponden con los litigios nacionalistas. Y que los orígenes de la II Guerra Mundial hay que buscarlos no solamente en el Tratado de Versalles sino en el irredentismo alemán, en la voluntad política de anexionar aquellos territorios de habla alemana pertenecientes a otros Estados (Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rusia, Francia, países bálticos). El nacionalismo ha sido el fuego que ha incendiado Europa en las dos guerras mundiales; y el nacionalismo ha sido el fuego que incendió el final del siglo en Yugoslavia; y el nacionalismo es el fuego que abrasa Ucrania en pleno siglo XXI y hace bascular a Rusia otra vez hacia el este.

Pero este es el sentimiento que en España embarga a gran parte de la izquierda después del paréntesis de infamia y nacionalismo español de la dictadura de Franco. Si ser nacionalista no implicaba ser de izquierdas, no se concebía ser de izquierdas sin la adhesión al principio de autodeterminación, disfrazado ahora del atolondrado derecho a decidir. Y así el PSM en Mallorca se proclamaba nacionalista (también lo hacía la delincuente Maria Antònia Munar) sin especificar a qué nación pertenecía. Eran unos nacionalistas sin nación. Y su semblante, como la de casi todos los nacionalistas, era la de unos mallorquines constitucionalmente cabreados (Enric Juliana también habla del "català emprenyat") entre los que enseguida se captaba el ardor de la dispepsia que yo atribuyo a un conflicto permanente con lo que se llama realidad (sólo he conocido como nacionalista y alegre a algún poeta); pero aparte de unos cuantos lugares comunes (la lengua, la mallorquinidad, el odio a España) no se identificaba claramente la parusía escatológica en forma de nación y Estado. A mí me recordaban las peripecias televisivas del Marco que había perdido a su mamá. Después de multitud de episodios: uniones y desuniones, convergencias con comunistas y verdes y alianzas postelectorales con los comunistas de Podemos, por fin han encontrado a su mamá: Més aceptaría la nacionalidad catalana que tenga a bien concedernos Cataluña. Ya tenemos parusía, escatología y Estado: Països Catalans. Al fin y al compás del proceso independentista catalán, los de Més ya no parecen dispépticos y Biel Barceló nos ofrece en la portada del Diario de Mallorca del miércoles su sonrisa más relajada a la izquierda de una Francina Armengol que también sonríe. Pero la sonrisa de Armengol, a poco que nos detengamos en su contemplación, es una mueca reflejo del conflicto que reina en su corazón entre su catalanismo político y el poder que le confiere dirigir un partido "españolista". Como esas carcajadas estrepitosas que no vienen a cuento. ¿Y Podemos? Pues lo que proponga el pueblo. Como si el pueblo tuviera capacidad para proponer algo.

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