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Antonio Papell

Irredentismo pancatalanista

En la lógica desaforada del nacionalismo catalán, de bases inequívocamente étnicas, tenía que aparecer forzosamente el irredentismo pancatalanista. No lo ha enunciado el promotor principal del movimiento, Artur Mas, sino el consejero de Justicia, Germà Gordó, en un marco académico, conscientes todos seguramente de que esos llamamientos basados en la homogeneidad y la necesidad de protección de una cultura superior tienen un tufillo totalitario; tanto ha sido así que la portavoz de la Generalitat, Neus Munté, ha aclarado que la referencia era al "espacio lingüístico"; de cualquier modo, esta formulación pancatalanista no es "del conseller Gordó", como ha escrito el periódico de más tirada de Cataluña, sino obviamente de su jefe de filas, sin cuyo consentimiento no se hubiese producido.

Junto a semejante desafuero, que invade propensiones y libertades ajenas, Gordó has señalado que la futura Constitución catalana debe reflejar "la esencia y la manera de ser" propia de Cataluña, con lo que se supone que quiere significar que ciertas constituciones democráticas, como la española (o la norteamericana, pongamos por caso), no son apropiadas para determinadas etnias. Argumentos como éste, tan primarios y antiguos, describen un actualísimo anacronismo que mueve más a hilaridad que a indignación.

En estos tiempos en que la globalización ya no es una entelequia sino una realidad que nos arrolla estamos viendo estas semanas como las vicisitudes de China y otros países emergentes influyen seriamente en nuestra vida diaria de europeos, el sentimiento de pertenencia ya no puede basarse en simples afinidades culturales e históricas, que siempre son relativas y subjetivas. Todas las culturas abiertas, y la catalana lo ha sido y lo es, son el resultado de complejos mestizajes, consecuencia de múltiples migraciones e influencias (no ha faltado tampoco en el discurso del independentismo catalán la insinuación de que las migraciones en el interior de la Península Ibérica durante el siglo pasado fueron intentos conscientes de desnaturalizar la identidad catalana). De ahí que la fraternidad, el sentimiento de comunidad con el prójimo, la solidaridad de grupo, ya no son el resultado de tener ancestros compartidos o de haber experimentado vicisitudes idénticas sino de disponer de grandes espacios de libertad comunes, gestionados colectivamente, y capaces de proporcionarnos instituciones de autogobierno y servicios públicos eficientes, y de acentuar la sensación de que somos todos iguales frente a la racionalidad consensuada de la ley. El patriotismo moderno ya no entronca con el nacionalismo bucólico y romántico de Herder: es el patriotismo constitucional la idea de Sternberger difundida exitosamente por Habermas en los años ochenta que se basa en al adhesión a unos valores excelsos de civilización y progreso, a unas creencias con las que Alemania, que venía precisamente de perecer a manos del nacionalismo étnico exacerbado y brutal, recuperó su propio destino democrático.

Pensar, por tanto, a estas alturas que Valencia, Balears, la famosa franja aragonesa y determinadas regiones de la Cataluña francesa se adherirán gustosamente al espantajo étnico del ultranacionalismo catalán, urdido contra corriente del principio democrático y poniendo en peligro la gran construcción constitucional de este país, que fue la primera obra política preclara de nuestra historia moderna, es desbarrar y quedar en ridículo. Los magníficos vínculos culturales que ciertamente ligan a estos territorios entre sí ya han sido y están siendo cultivados creativamente por varias generaciones de ciudadanos que se complacen en ello, pero no sirven para insinuar siquiera un espacio de superioridad moral con trascendencia política, ni mucho menos para justificar la creación de una entelequia territorial que arrase la Constitución de 1978, que surgió de unos impulsos mucho más generosos, elevados y cosmopolitas que los que ahora, entre falsedades y corrupciones, alienta el nacionalismo radical catalán para provocar una traumática fractura que no busca en absoluto el interés general.

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