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Líneas de fuga en Oriente Medio

De lo que no se puede hablar, mejor callar, aconsejaba el filósofo Wittgenstein en una de las proposiciones de su Tractatus logico-philosophicus más citadas y menos atendidas. Y si hay algo de lo que un analista no debería hablar es del futuro. Quede esa labor para quienes cultivan la prospectiva, floreciente nicho de negocio desde los siglos del oráculo de Delfos pese a las pruebas de su frecuente inutilidad.

Días atrás, el presidente de un cotizado gabinete prospector de riesgos para inversores dio a luz un artículo cuyo ambicioso título, "El futuro de Oriente Medio", prometía, ya verán que en vano, esclarecer a los lectores sobre las grandes líneas evolutivas abiertas por el reciente acuerdo nuclear con Irán. Sus principales conclusiones eran: 1) Irán se reforzará gracias a su recuperada capacidad petrolera y, por tanto, dará más fuerte apoyo a Siria, Hezbolá y las milicias chiíes que combaten al Estado Islámico (EI) en Irak. 2) Arabia Saudí, enemigo de Irán, se fortalecerá a su vez para frenar a Teherán. 3) Los Emiratos Árabes intentarán aprovechar sus conexiones económicas con Irán para hacer negocios. 4) Turquía también intentará capitalizar la vuelta de Irán al tablero.

Al margen de su enjuta complexión, y de la ausencia de un marco cronológico que las encuadre, estas conclusiones dan por sentado que la duración de la guerra siria tenderá a infinito, no se ocupan del impacto de la oferta de crudo iraní en el hundimiento de los precios petroleros que tan duro golpea a Rusia, dejan de lado la íntima vinculación de Arabia con Pakistán por tanto, con Al Qaeda y los talibanes y no dicen una sola palabra sobre Israel.

En realidad, estos silencios son irrelevantes porque la finalidad del artículo era "vender" que el pacto nuclear con Irán es bueno para EE UU y recomendar que Washington haga lo que, en realidad, lleva ya haciendo desde hace un año. Esto es, confiar en Irán para que, a través de las milicias chiíes iraquíes, complete en tierra lo que los solos ataques aéreos al EI no pueden. Un papel que la negativa de Obama a desplegar tropas en suelo de Irak está vetando al Pentágono. Dicho sea de paso, en este apartado el prospector suma otros dos clamorosos silencios: ni una palabra sobre las milicias kurdas, que han propinado el grueso de los golpes encajados por el EI, y ni una palabra sobre las reacciones que la colaboración tácita de EE UU con Irán genera en Arabia Saudí e Israel.

Una vez trenzados estos escuetos mimbres, el autor llama a tener cuidado con las capacidades de Irán en el ámbito de los ciberataques para después alcanzar la frase destinada a colmar las amplias expectativas abiertas por un título como "El futuro de Oriente Medio": "El tiempo dirá si (el acuerdo, bueno para EE UU e Irán) también es bueno para el resto de Oriente Próximo". Vaya.

Visto esto, queda claro que lo único que, sin engañar, puede decir un analista sobre el impacto en Oriente Medio del acuerdo del 14 de julio es que, dejada atrás la necesidad de no irritar en exceso a Irán, ya han podido detectarse algunos movimientos de piezas que perjudican a sus aliados. Empezando por el entendimiento entre EE UU y Turquía, que, entre otras cuestiones, amenaza la posición dominante adquirida estos dos últimos años por el dictador Asad en la guerra civil siria.

Washington ha obtenido la autorización de Ankara para usar las bases aéreas turcas como punto de partida de ataques tripulados a territorio sirio. Contra posiciones del EI, pero sin descartar que el blanco sean las tropas gubernamentales. Así, se consolida el anclaje de la superpotencia en Oriente Medio, un año después de que el auge yihadista doblegase la voluntad de Obama de abandonar la región a su suerte. Una salida de escena que había causado consternación contable en la industria militar y en sus testaferros del Pentágono y el Congreso.

Por su parte, Turquía, amparada en una amplísima declaración de guerra total al terrorismo, ha lanzado algunos ataques al EI, al que hasta ahora trataba con benevolencia. Estos bombardeos se han mostrado como una simple coartada para desencadenar una intensa ofensiva contra la guerrilla independentista kurda del PKK, con la que Ankara llevaba dos años sumida en una tortuosa negociación de paz al abrigo de una tregua temporal.

¿Por qué ahora? Al parecer, por cuestiones de aritmética electoral. Los ataques a los kurdos llegan en el inestable marco político dejado por las elecciones del pasado junio, en las que los islamistas del presidente Erdogan (AKP), pese a quedar como primera fuerza, vieron esfumarse trece años de mayorías absolutas. El artífice del varapalo fue el espectacular ascenso del partido kurdo HDP, aliado con los "indignados" laicos de la plaza Taksim, que dejó a Erdogan con el pie cambiado.

Erdogan, sumido en una clara deriva autoritaria, había renunciado al puesto de primer ministro para hacerse con la casi honorífica jefatura del Estado en las presidenciales de agosto de 2014. Era el primer paso para convertir la república turca en un régimen presidencialista a cuya cabeza figuraría él como reencarnación islamista del laico Ataturk, el padre de la Turquía moderna. Pero ese salto, que implica una reforma constitucional, precisa contar con el apoyo de dos tercios de los diputados, por lo que los resultados de junio lo dejaron en suspenso.

Erdogan, magnífico muñidor de argucias, no se ha rendido y ha optado por hacer fracasar las negociaciones destinadas a articular una mayoría de Gobierno pluripartidista. El siguiente paso será convocar nuevas elecciones, probablemente en noviembre, pero esta vez en un ambiente de escalada bélica contra los kurdos que, confía Erdogan, anulará al enemigo y devolverá a los islamistas la ansiada mayoría absoluta.

Al margen de este movimiento mayor de Turquía y EE UU, se han detectado algunos otros. Por ejemplo, los grupos palestinos apoyados por Irán, con Hamás a la cabeza, han pedido la mediación del Cuarteto para prorrogar la situación oficial de alto el fuego con Israel. Y unos kilómetros al sureste de Palestina, en Yemen, se está viviendo una dura ofensiva de las fuerzas presidenciales, respaldadas por Arabia Saudí y EE UU, que han logrado desalojar del sur del país a los rebeldes hutíes, chiítas apoyados por Irán.

Más al este aún, los talibanes afgano-paquistaníes (recuerden su conexión con Arabia Saudí y Al Qaeda) han anunciado, extrañamente con dos años de retraso, la muerte de su jefe supremo, el mulá Omar. La sucesión del mulá tuerto ha abierto una batalla en la cúpula talibán que, por un lado, ha desembocado en mayores ataques a los gubernamentales afganos y, por otro, ha desencadenado una guerra interna en la organización yihadista, que sigue estando apoyada por Al Qaeda. Grupo éste que, para cerrar el círculo, ha decidido retirarse prudentemente de las zonas de Siria más susceptibles de ser atacadas por EE UU.

Entre tanto golpe, Irán mantiene discretas conversaciones militares con Rusia, que, a su vez, y en un posible intento de minimizar los futuros daños a su protegido Asad, ha ofrecido a EE UU el señuelo de una colaboración contra el EI, que, de momento, no está cuajando.

Un mes después del pacto nuclear con Irán, el régimen de los ayatolás ha visto, pues, cómo varios de sus enemigos se desperezan para amenazar a sus aliados. Estos movimientos, aunque no proveen la clarividencia requerida para adivinar el futuro de Oriente Medio, dan algunas pistas. Para todo lo demás, se recomienda acudir a Delfos, contactar con Ian Bremmer, del Eurasia Group, que así se llama el conspicuo analista de riesgos aludido más arriba, o acogerse al protector manto de Wittgenstein.

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