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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Cargas

Desde siempre han existido juicios contradictorios respecto a las relaciones entre hombres y mujeres. Seguramente porque la variabilidad humana da para un cúmulo de experiencias muy diferenciadas; hasta tal extremo que parece como si nos hablaran de especies animales diferentes. No sólo entre hombres y mujeres sino también entre individuos del mismo género. Además, en el testimonio escrito que, de forma absolutamente mayoritaria, registra el pensamiento masculino, reverbera la inquietud respecto a la verdadera naturaleza de la pulsión sexual femenina. Así por ejemplo, dice Aristóteles, "es preciso tocar a la esposa de manera prudente y severa, no sea que acariciándola con excesiva lascivia el placer la saque de las casillas de la razón". No muy distinta era la visión que del sexo tenía Platón que, sin embargo, atribuía el poder de la desmesura del instinto a cualquiera de los dos sexos. Decía que "los dioses nos han dotado con un miembro desobediente y tiránico, que, como un animal furioso, intenta, mediante la violencia de su deseo, someterlo todo a su poder. Lo mismo sucede, en las mujeres, con el suyo. Es como un animal glotón y ávido, que, si se rehúsa alimentarlo a tiempo, enloquece, incapaz de soportar demora alguna, y que, extendiendo su rabia por su cuerpo, obstruye los conductos, detiene la respiración, y causa mil clases de males".

Nada hay más constante entre machos alfa que la jactancia de su poderío sexual. Lo que le define es su capacidad para cubrir el mayor número de hembras. Es inseparable del poder sobre la tribu. Así, los emperadores romanos figuran entre los más expertos en esta tarea. Se documenta de Próculo que desfloró en una noche a diez vírgenes sármatas, que tenía cautivas. Menos conocida (y documentada) por reprimida es la naturaleza de la pulsión femenina. Pero en algunos casos el furor uterino de las mujeres deja en muy mal lugar la pretendida superioridad del poder sexual masculino. Mesalina, en una noche, atendió de forma majestuosa veinticinco acometidas, cambiando de pareja a su gusto. Claudio, al final, consumida la paciencia de buen y ejemplar cornudo a imitación de Lúculo, César, Pompeyo, Antonio, Catón y otros hombres valientes, la hizo ejecutar. De lo inconfesable y turbio de la relación sexual dice mucho el que las mujeres escitas sacaban los ojos a sus esclavos y prisioneros de guerra para servirse de ellos con mayor libertad y secreto, como relata Montaigne en sus Ensayos, donde recopila la inmensa herencia de los clásicos griegos y latinos. Pero de la debilidad del deseo también da cuenta un filósofo como Zenón de quien se dice que sólo tuvo trato con una mujer una vez en la vida, y que lo hizo por cortesía, para no parecer que desdeñaba el sexo con excesiva obstinación.

Es también Montaigne, en pleno siglo XVI, el que califica las embestidas masculinas como cargas. Lo cual no deja de ser sino una magnífica metáfora de lo que para una mujer pueden llegar a representar las acometidas de un macho en celo. Una carga es un peso, algo cuyo sostén implica cansancio, tortura, sometimiento, ultraje. Una carga es, por definición, algo que se impone, o que uno se autoimpone, para acceder a algún tipo de purificación. En otro sentido es una violencia. Como cuando se alude, por ejemplo, a la carga de la caballería ligera o a la carga del Séptimo de Caballería contra cheyennes o sioux. Alude Michel Eyquem a un litigio que tuvo lugar en Cataluña: "Una mujer se quejaba de las cargas demasiado asiduas de su marido (no tanto porque le incomodaran como para restringir y contener, con este pretexto, la autoridad de los maridos ante sus esposas, y para mostrar que sus malos humores y su malicia hacen caso omiso del lecho nupcial y pisotean hasta las gracias y dulzuras de Venus). Frente a tal queja, el marido, hombre en verdad brutal y desnaturalizado, respondía que ni siquiera en los días de ayuno (eran muchos entonces) podía arreglarse con menos de diez. Se interpuso un notable decreto de la reina de Aragón (supuestamente María de Castilla (1401-1458), esposa de Alfons el Magnànim, reina de Cataluña y Aragón), por el cual, tras una madura deliberación del consejo, esta buena reina, para regular y ejemplificar en todo momento la moderación y el pudor requeridos en un justo matrimonio, prescribió como límites legítimos y necesarios el número de seis al día. A este propósito, los doctores exclaman: ¿hasta dónde no llegará el deseo y la concupiscencia femenina, si su razón y su virtud se tasan a este precio? Pues Solón tasa sólo en tres veces al mes, para no cometer falta, este trato conyugal".

Del secreto de las cargas masculinas y sus epifenómenos femeninos he rescatado dos historias reales que no sé muy bien si alumbran o deslumbran sobre la capacidad femenina para tener permanentemente engañados a sus consortes sobre sí mismas. No digo que no fuera una estrategia de supervivencia en tiempos de esclavitud de género. Dos matrimonios en pleno secarral sexual de la dictadura. Una de las mujeres, enamorada de su marido, inapetente sexual, desconocedora del turbador movimiento del éxtasis, lo finge (extraordinaria gesta, dada la miseria sexual de la época; no había llegado a las pantallas el orgasmo de Meg Ryan) para que su voluptuoso marido no se vaya con otras. El placer vanidoso del hombre como productor de placer es muy superior a su propio placer orgásmico. Toda una vida. El marido nunca se enteró; murió feliz. La otra mujer odió desde los primeros compases del matrimonio al colérico y rijoso marido al que la época le mantuvo atada. Nunca permitió que el inmenso placer de los orgasmos a los que la fornicación le conducía se pudiera colegir por el sometido espasmo de su útero, o por el de sus ojos, o por el rictus de su boca. Un ejercicio de impostura asaz más portentoso que el primero. El marido nunca lo supo. Murió con la amargura de creer no haber sido capaz de procurar placer a su mujer. Humillado en su vanidad como hombre, una de sus pulsiones más poderosas si no la que más.

Bien es verdad que, no solamente en relación al número, contenido y ocasión de las cargas (Terencio: "Cuando quieres, ellas no quieren; cuando no quieres, ellas quieren") que ha deparado una relación sentimental, sino en analogía a las decisiones de distinta naturaleza que han marcado nuestras vidas, siempre cuestionadas por la conciencia critica, es difícil no extender a hombres y mujeres la respuesta de Sócrates a la pregunta de si era más conveniente tomar esposa o no tomarla. Respondió: "Hagas una cosa u otra, te arrepentirás".

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