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Camilo José Cela Conde

Exigencia

A primera vista podría parecer que el veto de los organizadores del festival Rototom de Benicàssim

A primera vista podría parecer que el veto de los organizadores del festival Rototom de Benicàssim al cantante Matisyahu forma parte, como la embajada de Israel ha sostenido, de la neblina turbia del antisemitismo. Hilando más fino cabría concluir que se trata de un asunto de ideología política, con la izquierda exigiendo que Matisyahu declare su postura personal sobre el conflicto de Palestina el cantante es, como se sabe, ciudadano estadounidense pero de origen judío y la derecha invocando la libertad de conciencia. Pero tampoco: en la Generalitat valenciana, en manos de una coalición de izquierdas, hay quienes apoyan el boicot a Matisyahu y quienes lo lamentan.

Es probable que haya que rascar mucho la superficie del conflicto que se ha montado con el veto al cantante para llegar a las verdaderas causas de que se haya llegado a lo que es ya un escándalo de orden internacional. Sin embargo un estudiante de filosofía mínimamente aplicado podría plantear a la perfección las claves de la controversia sin más que aplicarle uno de los principios básicos de la doctrina de los juicios morales desde los tiempos de Kant: la obligación de universalizar. El propio Matisyahu lo ha dejado claro al quejarse de lo sucedido. ¿Se les exige a todos los participantes del Rototom que declaren su postura respecto de la situación de Palestina?

La respuesta es obvia: no. Cabría argumentar que si sólo a Matisyahu se le obliga a hacerlo es porque ningún otro de los demás artistas del festival es judío y, de tal suerte, su postura en favor o en contra de cuestiones como los asentamientos en territorio palestino interesa poco. Pero ¿por qué reducir las exigencias éticas a los participantes en el festival a lo que sucede en Oriente Próximo? ¿Acaso no se podría entrar en otros asuntos espinosos como el del aborto, la eutanasia o la cadena perpetua para los delitos más graves? ¿Y qué decir del rescate económico de Grecia y las actuaciones de la Unión Europea, por no referirse a la troika?

La frontera del sentido común es difusa en este ámbito. Si a Matisyahu se le hubiese obligado a elegir entre el Barça y el Real Madrid la historia habría dado también la vuelta al mundo pero por otras razones. A pocos les dejaría de parecer estúpido algo así, por irrelevante. Pero la exigencia de una declaración política sobre Palestina tampoco parece que deba tener gran relevancia cuando se trata de cantar en un escenario; ni siquiera la tendría si el artista judío hubiese aceptado manifestar sus ideas diciendo que sí, que está a favor de lo que la extrema derecha de Israel defiende. En realidad el suceso no ha hecho sino poner sobre la mesa de nuevo el problema de las relaciones que se dan entre ideología y creatividad. ¿Habría que dejar de leer a Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo, a causa de sus ideas políticas? Porque, de ser así, a lo mejor llegamos al absurdo de tener que exigir que se derriben las pirámides de Egipto habida cuenta de para qué y de qué forma se construyeron.

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