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Antonio Papell

Cataluña y la reforma constitucional

Cuando la legislatura toca irremisiblemente a su fin y no hay tiempo para nuevas iniciativas legislativas, el Partido Popular, que gobierna todavía con mayoría absoluta, ha lanzado la idea de la reforma constitucional, en vísperas del 27S y cuando las expectativas del PP son como mínimo confusas: es prácticamente seguro que, de seguir gobernando, tendrá que hacerlo en coalición. Tal ocurrencia resulta, como mínimo, sorprendente cuando, a lo largo de la legislatura, el PP no ha prestado atención alguna a la propuesta socialista con Rubalcaba primero y con Pedro Sánchez después de negociar una reforma constitucional de corte federal, ni Rajoy atendió la sugerencia de Artur Mas de considerar la forma de un pacto fiscal como medio para resolver la incomodidad catalana.

En Cataluña han estallado a la vez dos problemas contiguos pero diferenciables: por una parte, el estado de las autonomías se ha visto desbordado por un cúmulo de razones, que probablemente arrancaron durante la segunda legislatura de Aznar, en que el líder popular, ensoberbecido, buscó la confrontación con el Principado y dio alas al nacionalismo radical; en 2003, Maragall emprendió una desaforada carrera hacia ninguna parte que culminó en la descabellada reforma del Estatuto, que, recurrida ante el Tribunal Constitucional y severamente podada por esta institución, terminó de emponzoñar la relación entre el Estado y la Generalitat. Y surgieron los agravios, causados por una mala financiación de la autonomía, en que las dos partes tenían su parte de razón pero fueron incapaces de conciliar el disenso.

El emponzoñamiento de la situación, bajo presión del nacionalismo radical en ascenso, forzó a CiU a radicalizarse también, en un movimiento que se descontroló en cuanto la corrupción hizo acto de presencia y terminó poniendo en la picota a la familia Pujol, con lo que se desacreditó definitivamente la vía negociadora de relación con el Estado. El nacionalismo tranquilo que había colaborado decisivamente al desarrollo de la Transición se desnaturalizó, arrastrado por el turbión independentista, que alcanzó una masa crítica no mayoritaria pero sí de una cuantía suficiente para condicionar el gobierno autonómico.

Evidentemente, el turbión independentista no se detendrá con la propuesta de una reforma constitucional, y mucho menos con la inclusión de una simple cláusula enla Carta Magna como propone Duran Lleida. Al traspasar determinado umbral, el nacionalismo ya no se embrida mediante fórmulas racionales: el afán identitario es pasional y sólo se colma por procedimientos quirúrgicos. Pero sí sería posible que el malestar que experimenta una parte notable, esta sí mayoritaria, de la sociedad catalana a causa del maltrato siempre subjetivo que habría recibido del Estado español remitiese mediante el logro de un nuevo consenso fundacional, constituyente. Ello reduciría considerablemente la base social del soberanismo, aliviaría las tensiones existentes y facilitaría su misión a los moderados, que sieguen siendo mayoría según las encuestas y que respaldan una "tercera vía" entre la crisis actual y la secesión.

La reforma, para ser eficaz, debe tomar en cuenta en la negociación los argumentos de los catalanes. Como es obvio, no es posible otorgar a una autonomía ventajas materiales que rompan la simetría del conjunto pero sí es posible concederle un encaje moral que, sin reconocer el derecho de autodeterminación lo cual sería absurdo, le otorgue entidad política como nación.

Evidentemente, una vez abierto el melón de la reforma constitucional para este asunto, es necesario proceder también a los demás cambios ya enunciados que deben actualizar la Carta Magna, desde la reforma del estado autonómico mediante un senado funcional hasta la modificación de la línea sucesoria de la Corona. Pero el gran objetivo de la reforma deberá ser recuperar Cataluña para el consenso español.

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