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Jose Jaume

De torpeza en torpeza hasta el final

En las dramáticas postrimerías del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, al ministro de Justicia, Mariano López Bermejo, se le ocurrió asistir a una cacería. Al fiscal en excedencia se le complicaron las cosas cuando se supo que había mantenido una entrevista con el juez Baltasar Garzón, instructor de la Gürtel, también invitado al discutible esparcimiento cinegético El magistrado concitaba las mayores animadversiones de los dirigentes del PP, que no sabían cómo neutralizarlo. La reunión les dio la oportunidad tanto de redoblar su acoso y derribo al juez como de acabar con López Bermejo, al que igualmente detestaban. Mariano Rajoy, entonces líder de la oposición y que ya se veía en La Moncloa, exigió e inmediato la salida del ministro: "Es jueves y todavía no ha dimitido", sentenció en el Congreso de los Diputados. López Bermejo lo tuvo que dejar. El PP consideraba una flagrante violación de las normas la reunión entre el ministro y el juez.

Ahora, el presidente del Gobierno, con la insufrible displicencia con la que acostumbra a despachar los asuntos que le incomodan, ha dicho en Galicia que el ministro del Interior, el manifiestamente mejorable Jorge Fernández Díaz, dará explicaciones en el Congreso (está previsto que acontezca en la mañana de hoy), pero que no hay que esperar ninguna novedad. A Rajoy, al contrario que con López Bermejo, no le urge que su ministro, amigo de toda la vida, dimita por haberse reunido en su despacho oficial con el imputado Rodrigo Rato, con el que habló únicamente, según el comunicado divulgado por el ministerio, de asuntos intrascendentes. Rato ha desmentido, en el que fuera diario progresista del país, hoy reconvertido en vocero gubernamental, la tesis del Gobierno. Dice que habló con Fernández Díaz, como ha hecho con diversos dirigentes del PP, sobre lo que le está sucediendo. Es decir, le planteó su situación procesal, muy complicada, puesto que se le investiga por la comisión de dos presuntos delitos: fraude fiscal y blanqueo de capitales.

La torpeza de Jorge Fernández Díaz es inaudita. Su torpeza y probablemente algo más. Si Mariano Rajoy se aproximara a la exigencia ética que demandaba al Gobierno socialista, la que pregonaba que iba a ser su insobornable norma de conducta, el ministro del Interior habría sido obligado a dimitir o destituido de inmediato. No es previsible que nada de eso ocurra. Este Gobierno, con su presidente al frente, se caracteriza esencialmente por exhibir un inmenso desprecio hacia la opinión pública, por creer que la mayoría absoluta obtenida en las elecciones de noviembre de 2011 le eximen de cualquier condicionamiento propio de un sistema democrático. Rajoy, al desechar, con media sonrisa incluida, las preguntas de los periodistas que le inquerían a que diera a conocer su opinión sobre la entrevista, demuestra otra vez, una más, que el anuncio hecho después de las elecciones municipales y autonómicas de una mayor transparencia y mejorar la comunicación con la opinión pública fue una promesa que no iba a cumplirse.

Sorprende el empecinamiento en el error del gobierno de Mariano Rajoy. Es de difícil compresión la inacabable secuencia de errores que se están cometiendo: asediado por los casos de corrupción, concernido por una cuestión tan delicada como la de Cataluña, después de constatar en las elecciones de mayo que las posibilidades del PP de seguir en el gobierno se diluyen, el presidente del Gobierno sigue encastillado en sus posiciones de siempre. ¿Para qué se detiene ante los periodistas si sabe que le preguntarán sobre lo que no tiene intención de decir nada? ¿A qué diantres juega el jefe del Gobierno? Su capacidad de empatía se sabe que es inexistente, pero su cargo le obliga a atender con una cierta diligencia y un mínimo respeto las demandas de la opinión pública. Mariano Rajoy ignora la diligencia, no es virtud que le acompañe, y, por supuesto, deja de lado el respeto debido a los ciudadanos. De tenerlo, de inmediato habría desautorizado a su ministro. Actuaría con la contundencia que requirió en el caso de López Bermejo; plantear la exigencia de la dimisión.

Parecen no ser pocos los dirigentes del PP que saben que con Mariano Rajoy van a pasarlo muy mal en las elecciones generales. Carecen de la fuerza necesaria para propiciar un cambio. Además, el tiempo se ha agotado. A dos meses de la disolución de las Cortes, probablemente en la última semana de octubre, y a cuatro del encuentro con las urnas, Rajoy es el candidato inevitable de la derecha conservadora española. Quienes se aferran a las postreras posibilidades que atisban de invertir la situación en la que se halla el PP, dicen y escriben que las encuestas detectan un cambio de tendencia y que a finales de año, la recuperación económica será lo suficientemente perceptible para que se note en la calle. A lo que añaden que la invocación al desastre que supondría un gobierno alternativo al de Rajoy puede dar los diputados necesarios para seguir gobernando. La invocación al miedo para amarrar votos.

Veremos. Lo cierto es que, otra vez, el mensaje positivo del Gobierno y del PP se ha ido a hacer puñetas. Agosto discurría en su primera quincena con una cierta placidez. Unas vacaciones menos estresantes que las de años anteriores. La crisis empieza a quedar atrás, según la doctrina gubernamental, por lo que es posible el relajo. Pero hete aquí que, de improviso, se da a conocer que el ministro del Interior tiene la fenomenal ocurrencia de recibir en su despacho oficial nada menos que a Rodrigo Rato Figueredo. Lo hace cuando se conocen las grabaciones de las declaraciones de los imputados púnicos, cuando el caso Rato vuelve a la Audiencia Nacional, porque de por medio hay un posible delito de blanqueo de capitales. Con tal panorma, a los españoles se nos informa que Fernández Díaz se ha entrevistado con Rodrigo Rato. El ministerio hace pública una nota informativa desquiciada, en la que se dice que trataron únicamente asuntos intrascendentes. Una agradable conversación entre amigos. Rato remata a Fernández Díaz afirmando que le habló de su situación procesal. De torpeza en torpeza hasta el final.

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