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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

La luz del papel de aluminio

A última hora de la tarde, en la playa, con la bajamar, el color del agua se confunde con el color del cielo: ese feo color gris metálico que George Orwell, cuando era policía colonial en Birmania, definía como "la luz enfermiza del papel de aluminio" (un invento, el del papel de aluminio, que tiene ya más de cien años aunque parezca muy reciente). He visto esa misma luz en algunos lugares del trópico -en una playa de Bombay, por ejemplo, donde una familia se metía en el agua sorteando una densa capa de suciedad-, pero hasta ahora no era frecuente entre nosotros, o al menos yo no la recuerdo. Los días de bochorno, o de "bascota", como se dice aquí, tenían una luz más uniforme, más empastada, con un horrible color ala de mosca que reproducía el aleteo histérico de las moscas a nuestro alrededor. Pero esta otra clase de luz -una luz agria que hace daño a los ojos porque parece afilada y metálica y en realidad lo es- está anunciando otro tipo de clima, no sé cuál, quizá una mezcla de clima desértico y tropical, como en algunas regiones de la India (con un largo periodo seco interrumpido por un breve periodo de lluvias torrenciales), o quizá una nueva modalidad climática que nadie conoce aún. Cualquiera sabe.

Hay que ser muy ignorante o muy cínico para negar que estamos viviendo una mutación climática que nadie sabe hasta dónde puede llevarnos. Este año hemos tenido una de las olas de calor más asfixiantes que se recuerdan -y esa ola aún no ha terminado-, pero hay gente que se empeña en negar la realidad de un cambio climático que está haciendo subir las temperaturas hasta límites insoportables. Y la hipótesis de vivir con un clima como el de Qatar -con 50º de temperatura y una humedad del 60 o del 70%- es como para volverse locos, sobre todo si uno piensa en la gente que no podrá pagarse el aire acondicionado o que va a tener que trabajar en unos siniestros locales sin climatización. Y sólo la FIFA -el organismo más honesto e incorruptible del mundo conocido- puede tener la divertida idea de organizar unos mundiales de fútbol en Qatar, donde la temperatura al aire libre es insufrible y donde miles de trabajadores llegados de la India o Bangladesh trabajan en condiciones inhumanas sin que nadie se preocupe de ellos. Pero esta hipótesis, la de disfrutar de un agradable clima como el de Qatar, parece cada vez más probable si las cosas siguen así. Y eso, insisto, es como para echarse a temblar.

Y si hay entre nosotros un movimiento de repliegue hacia los particularismos y los localismos -desde la extrema derecha hasta los populismos asamblearios de izquierda-, y si casi todo el mundo en Europa se aferra a las tradiciones propias como si estas tradiciones le garantizarán que va poder vivir sin padecer las consecuencias de la globalización o del cambio climático, es porque muchos de nosotros sabemos que esa amenaza es real, aunque no tengamos ni idea de cómo podemos conjurarla. Y una de las razones por las que hay gente que se proclama "eco-soberanista" -signifique eso lo que signifique, si es que significa algo en términos racionales-, es que todos queremos engañarnos con la idea de que aún podemos vivir en una especie de autarquía económica y climática que nos permitiría conservar todo lo bueno que tenemos, a la vez que nos protegería de lo malo que está a punto de llegar (la independencia de Cataluña también tiene muchos partidarios de este tipo). Pero esa reacción, comprensible porque los humanos tenemos la candorosa tendencia a engañarnos cuando las cosas vienen mal dadas, es una forma como otra cualquiera de vivir de espaldas a la realidad. En un mundo globalizado e interconectado como nunca antes lo había estado, es inútil aspirar a vivir al margen de las tendencias globales del clima o de la economía, por mucha supuesta soberanía política que tengamos. La basura que se echa al mar cruza los mares, la deforestación sigue su curso y afecta al clima en el otro extremo del mundo, y las sequías destruyen grandes regiones de África y empujan a miles y miles de refugiados a huir al mundo próspero del norte. Y pensar que uno va a estar a salvo de estas contingencias porque tenga soberanía propia -que al fin y al cabo tan sólo es una firma sobre un papel- es una pueril forma de autoengaño. El cambio climático, igual que la globalización económica, no conoce fronteras ni soberanías, y quien quiera pensar lo contrario es que no sabe en qué mundo vive. Y sin una política global común que se haga con un mínimo de sensatez, nadie podrá impedir que las cosas sigan empeorando y la luz enfermiza del papel de estaño -esa luz agria y metálica que daña la vista- se siga extendiendo sobre nosotros, cada vez más al norte y durante periodos cada vez más largos.

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