Diario de Mallorca

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Coloquio de los perros

El ladrido de un perro junto con el llanto inconsolable de un bebé. Ahora agiten el contenido y lograrán el cóctel de la desesperación. Vaya por delante mi preferencia por los gatos. El vecindario, por lo visto, apuesta por el perro ladrador. Suelen ser canes minúsculos aquejados, y permítanme la redundancia facilona, de un humor de perros, es decir, viven en un malhumor permanente e histérico. Lo digo porque en verano los decibelios aumentan. Los gritos humanos, las llantinas de los bebés, las motos de escape libre y los ladridos. Suelen ser perros que no levantan un palmo del suelo y, para contrarrestar su escasa estatura, no tienen más remedio que crecerse alzando la voz, el ladrido perenne. Compensan su pequeñez, su resentimiento enano con un ladrido chillón y sacado de quicio. Por supuesto, y que me perdonen los animalistas y los defensores de todo bicho viviente, que se me ha pasado por la cabeza la aniquilación. Ya saben, muerto el perro, muerta la rabia. Aunque en seguida se me pasa, no teman. Así que no se me inflamen, que yo también tuve en la infancia perros y gatos y los quise mucho y lloré cuando se murieron. Luego, por comodidad y por pereza, decidí prescindir de tan simpáticos y fieles amigos. Las calles, bien es cierto, están atestadas de gatos, pero los gatos maúllan y, en general son seres más silenciosos y respetuosos, excepto en el periodo de celo, que ya sabemos cómo se las gastan.

Mientras escribo estas líneas, estoy disfrutando de un ladrido casi afónico. El perro lleva horas ladrando sin descanso y pronto, eso es lo que deseo, sus cuerdas vocales se astillarán y llegará el silencio o algo parecido al silencio. Sus dueños no se inmutan. He decidido integrar esos ladridos a la meditación trascendental, que de trascendental no tiene nada. Ya saben: si no puedes con tu enemigo, súmate a él. Incluso he pensado en imitar a Curzio Malaparte, que en un pasaje de su Diario de un extranjero en París, se dedica al noble arte de ladrar a la luna y a contestar a los mensajes perrunos que, según él, le envían los canes. Un hombre que ladra es algo inquietante, lo sé, pero habrá que contrarrestar de alguna manera esos ladridos cada vez más histéricos y urgentes. Por supuesto, a Malaparte le llamaron la atención por su extravagancia. Lo he pensado, pero no voy a dejarme arrastrar por la locura. Lo voy a hacer de otro modo. Voy a tomar distancia, aunque ahora ya son varios los perros que parecen dialogar sobre lo caro que resulta vivir en Mallorca y que pronto no cabremos en en esta isla. Los perros debaten si Malthus tenía razón o no. La discusión va cobrando tintes dramáticos, sobre todo por la hora, que es la de la siesta. Una hora en la que debería estar prohibida la conversación, la discusión y, por descontado, el ladrido. Durante la siesta uno entrega sin contemplaciones la razón.

Mientras continúa el coloquio cervantino, uno piensa, piensa mucho y, en lugar de reincidir en el anterior sentimiento asesino, se va decantando por la suavidad, por la magnanimidad, por la amnistía general de los perros ladradores del lugar y, en efecto, si estos perros no estuvieran cuidados por sus dueños, ¿dónde estarían? Tal vez, en la calle o abandonados en cualquier descampado o atropellados por un todoterreno en la carretera o autopista. Aquí tienen comida y agua suficientes para vivir y para seguir ladrando hasta quedarse sin ladrido o reventar. También pienso en los dueños de esos perros histéricos: ¿Serán ellos también seres humanos histéricos, desequilibrados? ¿No estarán, en el fondo, maltratando a sus perros, de ahí su constante, casi trágico ladrido? Yo también sé ladrar, me digo, y en ese diálogo interior estoy intuyendo un cierto desarreglo de los sentidos. Tal vez, estos perros estén pidiendo ayuda o quejándose de sus dueños o manifestando su desacuerdo con el mundo que les ha tocado vivir. Estoy por ladrarles un rato y decirles que estoy con ellos, que retiro lo dicho y escrito anteriormente y que juntos seremos un solo ladrido, una fiesta de perros o, quién sabe, una aterradora jauría. A su ladrido agudo y algo chirriante, sumaré mi ladrido grave, de hombre leído, un ladrido culto, sin aspavientos ni sobreactuaciones del todo innecesarias. Hablaremos del trajín que se llevan con los huesos de nuestro autor, Cervantes.

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