Diario de Mallorca

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Una de las primeras veces que tuve que usar un móvil celular, le llaman en América me daba tanta vergüenza que me viesen hablar en público que me metí en una cabina de teléfonos en la que a nadie le habría de sorprender el que estuviese alguien de charla. Se trataba de que tenía que escribir mi columna para este diario entonces era el director quien decidía de qué debía versar y estando de viaje, en el extranjero sobre todo, llamar desde donde quiera que me encontrase era obligado. La idea de la cabina se me ocurrió en París después de que, intentando ocultarme, me agazapase tras la puerta de un coche aparcado para llamar y el dueño bajara dando gritos porque me había visto desde su balcón: creía que se lo estaba robando. Hoy el mundo se ha dado la vuelta del revés; hablar incluso a aullidos en cualquier sitio, por impropio que sea el momento y el lugar, se ha vuelto una costumbre del todo extendida de la que costará deshacerse mientras que las cabinas cierran. Leo que en lo que va de siglo se han quitado tres cuartas partes de las que había en España y la última desaparecerá en diciembre del año que viene porque así se ha decidido desde el Gobierno.

La ley del mercado manda. En el reportaje que daba cuenta del final de las cabinas el periodista se había entretenido en contar las personas que utilizaron a lo largo de todo un día una de las más céntricas, situada junto a la Puerta del Sol madrileña, y le salieron tres clientes. Si añadimos el vandalismo y las averías ¿quién se resiste a darle un golpe al aparato si se traga las monedas? resulta que carece de sentido mantener el servicio. El móvil mató a la estrella del teléfono de antes.

Si tiene usted que esperar en una estación de metro, de tren, aérea, la que sea y no sabe qué hacer contemple cuántos de los que aguardan utilizan el móvil. Ese aparato del demonio se ha adueñado de nuestras vidas hasta tal punto que no nos damos cuenta de la medida en que controla nuestra voluntad y nuestros gestos. Por no volver sobre el desespero que supone aguantar las conversaciones ajenas porque ni siquiera con tapones en los oídos nos libraríamos de escucharlas.

Las cabinas ponían a los teléfonos y sus usuarios en su sitio. De paso, garantizaban la intimidad; no tanto la de quien estaba al aparato como la de los restantes vecinos que no tienen culpa alguna para merecer el castigo de la intromisión en sus vidas de las charlas de los otros. Quizá fuese cosa, digo yo, de quitarle las competencias en los decretos que regulan el uso de los teléfonos, móviles y fijos, al ministerio de Industria que creo que es el que las tiene y pasárselas al de Sanidad. De tal suerte igual lográbamos no ya que las cabinas se conserven, que contra la ley de la entropía creciente no hay quien luche, pero al menos que se creen otros recintos, espacios, cajones o lo que sea para que quien quiera utilizar su móvil se meta allí dejando en paz a los demás.

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