Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Las cataratas: una pasión

Con este calor, no está de más revivirlas. Además, y para aumentar el hechizo, saber que ya son otras al segundo siguiente por aquello de que es imposible bañarse dos veces en el mismo río. El agua es la mejor metáfora de un tiempo fugaz que, sin embargo, parece detenerse al contemplarlas embebido, boquiabierto y sobrecogido frente a su magnificencia desde aquella primera de mi adolescencia y que reservaré para el final, aunque fuese ella la que me indujo a hacerme con cuantas pudiera para el archivo de la memoria. Ese ha sido uno de los objetivos de mis viajes, y es que coincido con Wallace Stevens cuando afirmó que no existe la maravilla artificial.

En la convicción de que muchos entre ustedes compartirán su indescriptible atractivo, les cuento. Bajo las cascadas de Karfiguela, en Burkina y de camino a Bobo-Diulasso, uno puede meterse bajo sus aguas porque no tienen la altura y disuasoria contundencia de las de Ouzoud, en Marruecos, y que con más de 110 metros son las mejores, sin parangón, en el norte de África. Quien no las haya visitado podrá hacerse cabal idea a través de sus imágenes en Internet. Por lo demás, a lo largo de mi vida he conseguido acercarme a las de mayor renombre; ninguna de ellas consiguió borrar el impacto emocional de cuantas las precedieron pero, cada vez, una nueva revelación. Como puede suceder con el arte aunque, sumadas, nada de síndrome de Stendhal sino ganas de más o, mejor, de quedar frente a cualquiera de ellas en comunión.

Las del Niágara tienen 10.000 años de antigüedad, según nos contaron. El hombre blanco las descubrió en el siglo XVII y ya no están en el mismo lugar porque, debido a la erosión, retroceden tres centímetros cada año y tanto la menor, en el lado americano, como la llamada "de herradura" en el canadiense. Pero aunque todas poseen una identidad que las hace únicas, es inevitable la comparación y he de admitir que no ocupan el primer lugar en mis preferencias. Las tres cataratas del Nilo son, quizá merced a su entorno (en Etiopía, desde el lago Tana a Tisabay, "Humo del Nilo", en la traducción), más seductoras, e igual sucede con los saltos de agua en Venezuela, en Canaima, que cierra con broche de oro el Salto del Ángel. En canoa (curiara) y río Carrao arriba, el que llaman Salto del Sapo puede recorrerse por detrás, a través del estrecho pasadizo que discurre por la oquedad, entre la roca y el muro de agua; unos 150 metros a lo largo de los cuales, empapado y cuidando de no resbalar, la frase de Machado se hará, a partir de esos minutos y en el futuro, de rabiosa actualidad: "Sólo recuerdo la emoción de las cosas y se me olvida todo lo demás". Desde allí, cuatro horas más de navegación, sorteando los rápidos, hasta divisar a lo lejos la que debe su nombre al aviador americano que fue el primero en avistarla, allá por 1937: Jimmy Ángel.

El "Kurepakupai Vena" ("El salto de agua mágica", en lengua de los Kamaracoto) parece nacer de un entrecejo: de entre dos ojos que vigilasen a 987 metros de altura y, desde ahí, el agua desbocada se precipita hasta transformarse, a media caída, en vapor. Al contemplarla desde enfrente y tras una hora de ascensión por el Auyan Tepui, el monte donde Ángel quiso que esparcieran sus cenizas tras morir, se diría una inyección de nubes: humo proyectado hacia abajo o tal vez incienso como justo reconocimiento a su grandeza. Y están las de Iguazú ("Aguas grandes", en Guaraní), el río afluente del Paraná, descubiertas por Cabeza de Vaca y bautizadas en un principio como "Cataratas de Santa María" a consecuencia, según se dice, de su exclamación: "¡Santa María, qué belleza!", aunque tras visitarlas, del lado argentino ("Garganta del diablo", "San Martín", "Las dos hermanas"?) o las si cabe más impresionantes en la orilla brasileña, mejor habría sido designarlas como las de la Madre del amor hermoso. Sublimes, si se entiende por tal aquello frente a lo cual, cualquier otra cosa resulta pequeña.

Hace un par de meses pude por fin, en la frontera entre Zimbabwe y Zambia, pasear los tres kilómetros frente a la falla de basalto que origina las cataratas Victoria, y no es tanto su altura (entre sesenta y ciento y pico metros) como la extensión, entre el fragor y un vapor que en ocasiones las torna invisibles, lo que convierte en superflua cuanto no sea la emoción por estar frente a la unión de estética y verdad. Arte, una vez más.

A este respecto, apuntaba al principio del primer salto que ví y origen de mi embeleso. La Caula, que así se llama por el torrente que lo origina, se halla junto a Les Escaules, un pequeño pueblo de la provincia de Gerona, entre la Jonquera y Figueres. Cerca del chorro, unos veinte metros escasos tendrá, había un pequeño restaurante donde solíamos cenar con mis padres algunos días de cualquier verano. Y aún se me aparecen, como si fuera hoy, los relajantes atardeceres que arrullaba el sonido del agua. Mi padre murió hace ya cuarenta años, pero he vuelto con él muchas veces, algunas en sueños y al ponerse el sol, junto a La Caula. Así que, si de entre todas las descritas hay una en cartera para otro encuentro, es esa. Para cenar, una vez más, en su compañía.

Compartir el artículo

stats