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Calor

El calor es materia de estudio y escritura. Cuando la canícula arrecia, los articulistas no podemos evitar mencionarlo: el calor. Ahora que la casa común, es decir, el planeta, está sufriendo una subida de las temperaturas y nos avisan de que un aumento de tres grados supondría un destino fatal para el ser humano, llegan los incendios y los vientos que dificultan su extinción. En diciembre, París albergará una cumbre, dicen que decisiva, sobre el calentamiento del planeta. Afirman que ya existen refugiados climáticos. Siempre he pensado que el fin del mundo, como creían los cátaros, será un incendio cósmico. Asunto del fuego y no del hielo. Incluso, el papa Francisco se ha puesto muy serio con respecto a este tema. También los chinos se han puesto a trabajar para que su enorme país no siga por la senda del ardor climático. Arde el mundo y, sin duda, es cosa de rebajarle la fiebre al enfermo, someterlo a una cura de agua fría. Nada que ver con el caloret de Barberá. Dicen que si continuamos ignorando el problema, acabaremos fundidos en un verano elevado a la enésima potencia. Un verano bestial y sin brisas, sin nubes y sin sombra. Achicharrados. Una canícula sin esperanza.

El exceso de calor nos lleva a ponernos apocalípticos. Es inevitable. Pues intuimos que el planeta morirá, si algún día muere, de un tremendo golpe de calor. Una lipotimia colectiva. Cambios climáticos siempre ha habido, pero ahora parece ser que el responsable directo de tal desbarajuste somos nosotros, usted y yo, con nuestros motores, nuestros aires acondicionados, nuestros escapes de gases, por no hablar de los pedos vacunos que, por lo visto, contaminan lo que no está escrito. Siempre he creído que el ser humano se habitúa a todo, incluso a lo peor, y que su capacidad para acostumbrarse a ambientes hostiles es una de sus mayores virtudes. Hay ancianos que han vivido muchos años en ciudades extremadamente contaminadas y, casi con toda seguridad, no podrían sobrevivir a un entorno bucólico. No todos los viejos son el abuelo de Heidi. Pero parece ser que la cosa va en serio y hasta Bergoglio nos ha echado una bronca argentina. Hay que cuidar el planeta, esa casa común. De lo contrario, nos iremos todos al garete. Y aquí no hay tu tía. Aquí estamos implicados todos y sobran las luchas absurdas e intestinas. Bergoglio, con lo de la "casa común", me ha hecho pensar. Eso de la casa común es una forma de dejarnos de mirar el ombligo, pues hay más horizontes allende la aldea y esas patéticas pajas nacionalistas. Ya sé que la canícula, el calorazo veraniego, no es exactamente lo mismo que el calentamiento planetario. Es un calor vulgar y lógico en estas fechas. Sin embargo, no me dirán ustedes que no han pensado alguna vez que cuando alcanzamos cotas de casi cuarenta grados, no sienten que el planeta estallará como quien sufre un repentino subidón de la presión arterial. Los niños y los ancianos son los más vulnerables a estos calores.

Sin agua, la tierra cuarteada, el sol cayendo a plomo en un mediodía siniestro, la hora de la sombra más corta, el mundo aquietado en un letargo que adivinamos casi eterno, pues sabemos que cualquier movimiento gratuito puede aumentar de manera harto peligrosa la temperatura del mundo. No sigo, pues ya me estoy adentrando en la poética de la desolación y esto nos podría llevar a un vahído, tanto del articulista de marras como del lector o lectriz, a quien uno no tiene derecho a castigar de ese modo tan cruel. Todo indica que hay que ralentizar el ritmo y poner en práctica lo que de algún modo ya está inventado y que los intereses creados impiden su despliegue. Cuando al fin comprendamos que el planeta es esa casa común que nos alberga y no un territorio parcelado en cuyas estrechas cuadrículas cada jefecillo sólo piensa en futuras y estériles disputas, entonces empezaremos a tener el problema medio solucionado. Quitar el pie del acelerador puede ser un signo de sabiduría, y no una derrota, como los desaforados todavía piensan. Vivir con el pie pisando a fondo el acelerador por miedo a perder competitividad, a la postre será una forma de llegar antes a la devastación. En fin, hagamos algo antes de que Francisco Bergoglio nos vuelva a regañar.

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