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Antonio Papell

Pactos de geometría variable

Una encuesta publicada el pasado domingo por un periódico de ámbito nacional confirmaba que una gran mayoría de la población el 72% piensa que las fuerzas políticas deben pactar con libertad dependiendo de los lugares y de la coyuntura, es decir, con unos partidos o con otros según recomienden la racionalidad política y el sentido de la oportunidad. Sólo un 22% piensa que los partidos deberían pactar con los mismos socios en todas partes. En definitiva, una mayoría muy significativa se inclina por la práctica de la 'geometría variable' que utilizó Zapatero en sus dos legislaturas (2004-2011), en las que pactó con unas u otras fuerzas según los temas de que se tratase. Explican los autores de la referida encuesta que "los ciudadanos no parecen tener reservas aunque si desconfían de la capacidad de los partidos para afrontar esta realidad: un 60% de los consultados se siente preparado para una vida política 'diversificada, basada en la negociación entre más de dos partidos'. Esta capacidad se la atribuye a los partidos sólo el 43%".

Esta inteligente posición mayoritaria de la opinión pública no es en modo alguno arbitraria por varias razones. En primer lugar, porque el voto se ha sofisticado. Lo hizo el 24M y lo hará todavía más en las elecciones generales próximas. El binomio derecha-izquierda, que continúa existiendo aunque se haya relativizado grandemente, se ha enriquecido con otras antinomias que se cruzan entre sí. En las urnas, compiten también los nuevos partidos con los viejos partidos, es decir, los que han asimilado la realidad actual y le están dando una respuesta eficaz y pegada al terreno, y aquellos otros cuyo discurso está plagado de anacronismos y cuya estructura responde a los viejos cánones de la organización jerárquica inflexible que ha caracterizado a los grandes dinosaurios hasta hace poco (y aún caracteriza a alguno de ellos). Y, por supuesto, esta clasificación, que es genérica, tiene también matices territoriales: no es lo mismo el Podemos aragonés que el extremeño, pongamos por caso. Ni el PP valenciano que el de la Rioja.

Finalmente, hay otro antagonismo menos concreto pero también muy visible y expresivo que es el establecido entre los partidos/territorios corruptos y los honrados. La regla general y la afirmación se hace con plena conciencia de la que está cayendo es que los partidos y los políticos son estadísticamente honrados. La relación entre políticos imputados o investigados por los tribunales y el total de personalidades públicas sigue siendo muy baja. Pero hay territorios en que la corrupción se ha extendido corrosivamente como una mancha de óxido y lo ha contaminado todo. En Valencia, por ejemplo, el escándalo es de una magnitud tan abochornante y ha alcanzado proporciones tan denigrantes que parecería necesaria una refundación que no sólo renovase los rostros que han confraternizado con el estiércol sino que también impusiese códigos éticos y de conducta totalmente alejados de los antiguos.

Algo parecido puede decirse de Madrid, donde la 'operación Púnica' es la punta del iceberg de una clara trama de mafiosos delincuentes dirigida nada menos que por quien fue secretario del Partido Popular (2004-2011) y consejero del gobierno popular en Madrid (2003-2011), y que apenas se está empezando a investigar, por lo que su extensión puede ser mucho más amplia todavía de lo que se conoce hasta ahora (de momento, acaban de dimitir dos consejeros más). En estos casos y en otros de índole parecida los pactos de estabilidad no pueden desconocer lo que está pasando. Expulsar a los corruptos y a sus amigos y conocidos no sólo es una opción política sino una cuestión de salubridad pública que los viejos y nuevos partidos deben acometer sin contemplaciones para que la ciudadanía vuelva a ver algo de luz al final de este oscuro túnel que acabamos de atravesar.

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