La adicción a comer, merece compartir el lúgubre status de las llamadas drogas duras. Los dos atributos fundamentales son la toxicidad y la dependencia. Y no es una mera metáfora. El grado de toxicidad lo dan muchos informes epidemiológicos y son terroríficos.

La universidad de Cambridge acaba de publicar el resultado de una investigación que concluye que cada año, la obesidad se relaciona con unas 337.000 muertes anuales en Europa. El carácter adictivo lo demuestra el hecho de que muchos obesos pasan la vida iniciando dietas y tratamientos y fracasando una y otra vez. La mayor parte de las dietas son eficaces pero hay una fuerte tendencia a "reengancharse".

Como todo elemento adictivo la comida compulsiva ofrece placer engañoso. El cianuro, uno de los venenos más letales huele a perfume de almendras. La adicción a comer tiene distintas consideraciones según se lo trate desde la epidemiología, la medicina o la psicología clínica.

Epidemiológicamente la Organización Mundial de la Salud, lo considera una pandemia, una epidemia mundial. No deja de ser paradójico que coexistan cifras crecientes de abuso de ingesta de calorías y obesidad con las de desnutrición y hambrunas, lo que no es ningún misterio puesto que coincide con el aumento la desigualdad mundial de los recursos económicos. Para la medicina constituye una enfermedad a tratar con recursos diversos que van desde cambios de hábitos o medicamentos anorexígenos hasta intervenciones quirúrgicas o la instalación de balones gástricos.

En cambio, para la psicología clínica, la adicción a comer compulsivamente no solo no constituye la enfermedad sino que es un intento fallido de solución. La enfermedad es el resultado de una secuencia de situaciones. La primera es la existencia de un conflicto que genera una imposibilidad de gestión de las necesidades emocionales, la segunda es un estado de insatisfacción crónica que genera ansiedad. Las manifestaciones de ansiedad pueden ser inquietud, insomnio, crispación o un malestar difuso sin saber que objetos u objetivos podrían calmarlo. La tercera es la utilización de recursos que apaguen ese fuego. Son los ansiolíticos, que no es solo el nombre de un grupo de fármacos sino el de cualquier recurso al que se eche mano para calmar la ansiedad. El cigarrillo, el alcohol, y otras drogas, formas compulsivas de conductas, como el refugio en el trabajo y el comer más allá de las señales de saciedad son ansiolíticos.

En todo caso el carácter de síntoma compulsivo del que come por ansiedad lo revela la precariedad del placer que produce. El jurista y pensador francés del siglo XIX Antheme Brillant Savarín escribió el exquisito libro Fisiología del gusto, considerado la biblia de la gastronomía y el primer texto sobre el tema. En él hay una frase que lo dice todo: "Aquellos que padecen una indigestión o una borrachera no saben lo que es comer ni lo que es beber".

*Psicólogo clínico