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José Carlos Llop

Contra Jaime Gil de Biedma

Murió hace veinticinco años y ninguno de nosotros habría dicho que hiciera más de diez o doce. Su sombra, que es su luz, sigue proyectándose sobre nuestras vidas. Haberlo leído y releerlo es una de las mejores cosas que se podían -y pueden aún- hacer en España. Para entenderla de otra manera y para ser en ella, con cierta dignidad. Aunque ser, aquí, sea sobrevivir, sabiendo que sólo los partidarios de la felicidad pueden serlo -felices, digo- y eso nunca se logra del todo. Haberlo leído es conocer lo que se puede hacer con nuestra lengua al infectarla de espíritus ajenos, anglosajones en su caso, como hizo su maestro Luis Cernuda. Y si se le ha leído bien, disfrutar del don de la inteligencia sin mitificar el don, ni la inteligencia, eso que tan pocos saben hacer. Y no sólo porque, en su caso, acabara mal.

Dicho esto, ¿se le ha leído bien? ¿No ha servido, mejor, para que cada uno arrimara el ascua biedmiana a su sardina? Lo digo porque la voz de Gil de Biedma ha logrado lo que pocos poetas logran, aunque eso esté en el ser y la esencia de todos ellos: ser la encarnación y el que da un sentido más puro a las palabras de la tribu. Sus versos y modos se han introducido en el lenguaje coloquial y en las expresiones comunes como el agua en la arena. No estaban antes y lo están a partir de él. El origen no es suyo: arranca en Manrique -sí, en Jorge Manrique-, en Fray Luis y en Machado, Antonio, y continúa, ya lo hemos dicho, en Cernuda. Bebe de Donne, de Baudelaire, de Eliot y de Auden. Y de la claridad que da crecer en lo que los marxistas -él lo fue algunos años- llamaban la clase dominante.

Hay algo aristocrático en Gil de Biedma que no sólo está en su cabeza romana -de la que tan orgulloso se sentía-, o en sus gestos y afán por seducir, en su sangre o su palabra contundente y segura. No: hay una claridad aristocrática en su lenguaje que se nota tanto al hablar de amor como al bajar a la calle. Y es una claridad propia, que otros aristócratas -que no son poetas- no poseen y que otros poetas -que carecen de ese espíritu- han copiado e incluso copian, aunque no les perteneciera entonces, ni pertenezca ahora. Y es amar la vida porque la calle huele a cocina y cuero de zapatos en Atenas, o recordar cómo la habitación de los amantes, al levantarse, ´se nos puebla/ de sol y vecindad tranquila, igual que el tiempo´. Y salir del bar, una tarde de los setenta, como tantas, camino de Ramblas, el abrigo azul, la espalda recta, Aldana en los labios, que así lo vi, tras pasar varias horas escuchándolo. Vaya, ya estoy ahora arrimando el ascua a mi sardina, perdonen.

La poesía de Jaime Gil de Biedma ha impregnado la vida civil y sentimental de la sociedad donde crecimos. O quizá de algunos fragmentos que fueron los que habitamos en esa sociedad donde crecimos. Por eso he hablado de copiar. La poesía de Gil de Biedma ha sido la poesía más copiada en la España de los último cuarenta años. La interpretación de los poemas biedmianos ha sufrido en las barras de los bares una inmensa secuela de malos imitadores. La llamada poesía de la experiencia fue, casi toda ella, una nota a pie de página de la poesía completa, tan escasa como intensa, de Gil de Biedma. Repito: ¿se le ha leído bien? O si se hubiera hecho, ¿hubiera sido tanta la mímesis? ¿Tanta la caricatura de voluntad solemne y patético resultado? Y pese a lo imperdonable de todo eso: ¿no es también la infiltración en los vicios de la sociedad, una de las características de la poesía, cuando es poesía? ¿Sabemos interpretar la alta política sin acudir a Shakespeare?

¿Sabemos amar sin poesía?

Hemos sido felices leyendo a Gil de Biedma porque nos veíamos en sus versos, bien como en un espejo, bien como en un conjuro del deseo de ser. Pero el agradecimiento a todo eso debería ser continuar leyéndolo, no considerarlo un manual de usos noctámbulos autocompasivos, ni un catálogo de artificios para inteligentes que no lo son, ni las instrucciones de un medicamento para desapegarnos de un amor que se malogra. (Aunque de esto último, ya no esté tan seguro y acudan a mí los versos de Pandémica y Celeste recordándome su presencia, siempre que haga falta). ¿Su poética? El tiempo y yo, dijo. No para cultivar el ego de ese yo, como la mayoría hace, sino para convertirlo en poema. Lo logró con creces y la demostración más clara de eso es que no hemos dejado, en los veinticinco años transcurridos desde su muerte, de vivir en él. Según sentencia del tiempo, sin duda.

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