Esta semana, coincidiendo con su 70 aniversario, han comenzado las labores de derribo del estadio Lluís Sitjar. Quedan por delante cuatro meses de trabajo para borrar del mapa urbano de Palma lo que durante largas épocas fue uno de sus principales iconos y el recinto deportivo en el que se vivieron las mejores gestas del Real Mallorca. También las tardes de disfrute social y deportivo que enlazaron el desarrollo pre turístico de la isla con la modernidad.

Ver derribar hoy el estadio Lluís Sitjar produce una sensación agridulce y todo un cúmulo de impresiones y sentimientos encontrados. Por una parte, es la confirmación de que la piqueta se lleva por delante una porción sustancial de la historia deportiva y humana de Mallorca, un escenario que no ha sabido salvarse a tiempo pero, por otra, constituye el alivio de contemplar cómo se acaba la ya inasumible degradación del recinto y el peligro público que comporta su pésimo estado.

El Lluís Sitjar ha tenido un triste final, indigno de sus siete décadas de trayectoria. Sus últimos años, desde que fuera cerrado en 1998, han corrido casi paralelos a los de un club, el Real Mallorca, que lo tuvo por casa propia, pero que ha ido perdiendo estabilidad institucional de forma progresiva hasta llegar a los escándalos recientes y cuyos máximos directivos, caso del actual presidente Cerdà, en vez de salvar y regenerar el templo del mallorquinismo, se han dedicado a realizar vanas especulaciones inmobiliarias sobre el recinto del antiguo estadio que, por fortuna, no han prosperado.

El club decidió en su día invertir sobre Son Moix los fondos que le cedió la Liga Profesional de Fútbol para adecuar las instalaciones de Es Fortí. Contemplado desde hoy, como ha reconocido la entidad bermellona, fue una decisión errónea porque, de lo contrario, el estadio hubiera podido mantener su pulso vital, su ensamblaje social y cívico y no acabar abandonado por propiedad y club. Al final, el Ayuntamiento se ha visto obligado a imponer y ejecutar su demolición. Las últimas promesas de rehabilitación del recinto han estado huecas de contenido y al final han sido meras cortinas de humo que pretendían especulación y provecho urbanístico particular sobre suelo público.

El amplio solar que quede del Lluís Sitjar no puede correr la misma suerte del canódromo. No se debe repetir idéntica historia de abandono. Sin embargo, es un peligro real, que no cabe descartar, a la vista de que no existe una línea clara de actuación sobre el futuro del escenario de las antiguas gestas del Real Mallorca. Los copropietarios ni siquiera han sido capaces de organizarse y ponerse de acuerdo para hacer frente a la demolición. Al final, el Ayuntamiento cargará 1.870 euros sobre cada uno de los 427 títulos de propiedad del estadio en fase de demolición.

Ya no hay lugar para más especulaciones sobre lo que ha sido el Lluís Sitjar. De él sólo permanecerá en pie, a modo de recuerdo y símbolo, la puerta principal. El espacio que queda liberalizado de la maleza y la ruina figura como zona verde y de equipamientos deportivos dentro del planeamiento urbanístico de la ciudad. La integración en el seno de la cuña verde de Sa Riera debe ser su destino y reciclaje natural, dando forma a una justa reivindicación de los vecinos y paliando en parte el déficit de espacios de uso público de los que adolece Palma. El Lluís Sitjar que sólo puede guardar la memoria de las gestas y de los buenos tiempos del Real Mallorca necesita abrir su espacio al disfrute de todos y complementar el muestrario y la oferta de Palma como ciudad turística.