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Los efectos psicotrópicos de la química política

El congreso es una película inclasificable. Una fábula desconcertante, excesiva e irregular. Uno acudió al cine hace un par de meses atraído por el cóctel explosivo de Robin Wright y el gran Harvey Keitel, y salió una vez más en brazos de la mujer madura, claro, pero también golpeado por una obra maestra. Porque eso es lo que, de una u otra forma, hacen las obras maestras de cualquier género, golpearte el alma. Ari Folman retrata un mundo que se dirige inevitablemente hacia la irrealidad. El director israelí dibuja una sociedad donde la industria farmaceútica controlará las mentes de los ciudadanos a través de sustancias químicas capaces de inducir estados de ánimo y realidades paralelas. Un mundo controlado por alucinógenos donde no exista el dolor, la fealdad, la vejez o la enfermedad. El relato es una distopía psicotrópica a caballo entre el mundo feliz de Aldous Huxley y el Paprika, detective de los sueños, de Satoshi Kon. Todo el mundo toma drogas que le permiten adoptar la apariencia elegida. Se conforma así una gran mentira en la que los individuos puedan vivir evasivamente su vida gracias a medicamentos como la benefactorina, el altruismol o el felicitol. Es la droga la que hace que imagines y veas lo que tu mente quiere. El tono melancólico de la obra, al estilo de los últimos trabajos de Terrence Malick, contrasta con una animación colorida y lisérgica que hace dudar al espectador si ha comprado una entrada de cine o un tripi.

La película te golpea el alma, entre otras cosas, porque intuyes que la parábola no se encuentra tan alejada del trauma contemporáneo del mundo desarrollado. El creciente consumo de antidepresivos ayuda a escapar de una realidad que se nos antoja insoportable. Esta semana los psiquiatras volvían a alertar sobre los peligros del hiperdiagnóstico en su profesión. Un paciente acude a la consulta, cuenta que no soporta a su jefe, y pide una pastilla. Allen Frances, uno de los especialistas en enfermedades mentales más reputados del mundo, afirma que la tristeza no se debe curar con sustancias químicas. Y alerta de los peligros de la medicalización constante del duelo normal. La pérdida de un ser querido no puede ser en sí misma una patología a tratar con antidepresivos, que en muchos casos tienen una eficacia similar al placebo. Otra psiquiatra española se escandalizaba por la presión de la industria farmaceútica, que en Estados Unidos ya comercializa drogas preventivas, anticipando enfermedades que no existen. Evidentemente, nadie plantea suprimir la química en la psiquiatría, pero se alerta del sobretratamiento que se está produciendo, muchas veces inducido por los propios pacientes, que de entrada piden pastillas.

El populismo es el prozac de la política. Siempre ha existido, y seguirá existiendo, porque una parte del electorado pide pastillas. Por no ir más lejos, un repaso a las últimas cuatro décadas de democracia en nuestro país nos deja ejemplos impagables. La salida de la OTAN, la creación mágica de millones de puestos de trabajo, el AVE en cada capital de provincia, una arcadia nacionalista, independiente y feliz, y en este plan. La demagogia como estrategia para acceder al poder político es más vieja que la pana, y no existe un solo partido que esté libre de pecado. La cuestión está en el diagnóstico y en la dosis a prescribir para evitar el sobretratamiento. Porque ese discurso utópico también se parece al colesterol. Es preciso determinar los niveles admisibles en la sangre institucional para evitar un colapso irreparable del sistema democrático. Por culpa de la crisis, de la corrupción, y de las ganas de escapar de una realidad frustrante, cada día más gente acude a la política y pide pastillas que le permitan ver e imaginar lo que quiere, y situarse en una hiperrealidad.

Sólo así se explica que un líder político se proclame reiteradamente comunista, y sesudos analistas traten de explicarnos que el partido que dirige no tiene nada que ver con el comunismo. Sólo así ves doscientos vídeos en Youtube de Pablo Iglesias glosando las excelencias de la revolución bolivariana y expresando su envidia por los ciudadanos españoles que viven en Venezuela, para luego leer que Podemos no quiere implantar ese modelo autoritario en nuestro país. La química política está alcanzando efectos devastadores.

Uno suponía a los votantes desesperados arrasados por esta metanfetamina barata en forma de eslóganes electorales, pero se encuentra a pequeños y medianos empresarios anunciando en privado su voto de castigo al bipartidismo, sordos ante el discurso explícito sobre expropiaciones y confiscaciones. Y todavía mejor, legiones de periodistas armados con bidones de vaselina cada vez que hablan y escriben sobre Podemos, escuchando con una sonrisa beatífica que la propiedad privada de los medios de comunicación atenta contra el derecho fundamental a la información. En su entrevista a Pablo Iglesias en La Sexta, Ana Pastor le suplicaba a Pablo Iglesias que matizara la frase, buscando un hueco a su esperanza en forma de voto, pero el nuevo Mesías no se movió un ápice en su afirmación. Así son los traficantes de fármacos políticos altamente adictivos, implacables con sus consumidores cuando ya están enganchados.

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