Esta noche la Escola d'Hoteleria de Ciutat dará albergue a una cena de aniversario en verdad digna de atención. El pasado 4 de noviembre se cumplieron dos décadas desde el día aquél en que unos payasos entraron por primera vez en toda España en la habitación de un niño enfermo con la intención de alegrarle, siquiera por unos momentos, el alma. Se trataba de los integrantes del grupo La Sonrisa Médica y la cena de hoy les honra conmemorando aquél día crucial.

Los payasos se acercan hasta el lecho de niños con enfermedades terribles como son cualquiera de los cánceres infantiles que, por añadidura, se ceban de manera cruel en la naturaleza de los más pequeños y débiles. La experiencia que supone haber estado metido alguna vez en un hospital como enfermo la tenemos todos; ¿quién se ha librado de ese mal trago? Así que no es nada difícil entender la angustia y la desesperación por las que pasan quienes, por añadidura, apenas cuentan con los años suficientes para entender que la vida es una sucesión de injusticias y dolores agraviados por la estupidez humana, capaz de convertir siempre en peor lo que es ya de por sí mismo malo. Pero los payasos de la Sonrisa Médica hacen lo contrario: cambiar el rictus amargo por la sorpresa y la alegría. Las risas durarán sólo unos instantes, ya lo sé; todos lo sabemos. Pero lo único que cuenta en el transcurso de las vivencias personales es el ahora mismo. Unos pocos minutos de sonrisa son mucho más importantes que todas las promesas del mundo volando como pájaros en el aire.

Me tendré que perder la cena de hoy y bien que lo siento porque los payasos se merecen que quienes no sabemos serlo con la profesionalidad y la entereza que hacen falta les hagamos llegar nuestras gracias. A mí se me quebraría el ánimo sólo con entrar en la habitación de un niño comido por el cangrejo maligno. Es una suerte que haya gente con la valentía necesaria para hacer de tripas corazón y con el talento imprescindible para trasladar a cualquiera a ese otro universo en el que una nariz colorada y unos zapatos gigantescos niegan el sentido peor de la vida y la muerte.

Hacer el payaso no está a la altura de cualquiera pero hacer el ridículo, sí. Me parece que sería allá por el 2005 cuando me pidieron que colaborase en otra iniciativa de esa misma institución: la de contribuir al libro colectivo titulado Ridiculum Vitae contando algún episodio en el que hubiese metido la pata de tal forma como para desear que la tierra me tragase. Como son tantas las veces en que me ha sucedido algo parecido en el transcurso de una vida ya demasiado longeva, no recuerdo por cuál momento de gafe enorme me decanté. Pero lo que sí me quedó en la memoria es la sensación de que compartir el ridículo propio debería formar parte de las obligaciones de todo ciudadano. No poder unirme a la cena de esta noche en la Escola d'hoteleria puede que suponga, y así lo confieso, uno de mis ridículos peores.