Lo vimos ya con Tony Blair y su famosa "tercera vía". Y ahora lo volvemos a ver con el francés Manuel Valls y el italiano Matteo Renzi, dos aventajados discípulos del expremier laborista británico y hoy multimillonario asesor de banqueros, inversores y magnates de la comunicación. Ambos se reclaman de la izquierda, una izquierda ciertamente sui generis, que parece avergonzarse de su pasado sindical y obrero y a la que le gusta rozarse ahora sobre todo con los empresarios, a los que considera los auténticos creadores de riqueza.

¿No recibió Valls una ovación de los patronos franceses puestos en pie cuando les habló recientemente del problema que representaba el elevado costo de la mano de obra en el país y de que la protección de los asalariados, por importante que sea, tiene que sufrir "modificaciones" en tiempos de globalización. Mientras el jefe de la patronal felicitaba al primer ministro de François Hollande por su "pragmatismo, su valentía y su lucidez" por haber insistido en la necesidad de liberar a las empresas de las ataduras que frenan el crecimiento y la contratación, el ala más a la izquierda de su partido acusaba a Valls de tirar por la borda los viejos principios.

Más prepotente se muestra el primer ministro italiano Matteo Renzi, de quien la prensa contaba recientemente que, tras hacerles un feo a los líderes sindicales, cenó en un restaurante de lujo con varios centenares de empresarios que habían pagado mil euros cada uno para financiar a su Partido Democrático. Si, como señalaba un comentarista, el viejo Partido Comunista de Berlinguer se mantuvo siempre vigilante ante el temor de que pudiera surgirle algún rival por la izquierda, al exalcalde de Florencia esa posibilidad no sólo no parece importarle, sino que incluso da la impresión de alentarla al desafiar al sector más izquierdista de su partido aun a riesgo de propiciar una escisión.

Sus palabras hacia esa izquierda que considera trasnochada no pueden ser más arrogantes y despreciativas: "Allí está la nostalgia, aquí el futuro. Hay una izquierda que cuando ve un I-phone pregunta por dónde se mete la ficha, que si tiene en sus manos una máquina de fotografiar digital trata de introducir el carrete". Ensoberbecido, Renzi se jacta de hablarle de tú a tú a la canciller federal Angela Merkel al representar a un partido como el Democrático que obtuvo más votos que la CDU, por lo que, en referencia a la mosca cojonera alemana, no dudó en reclamar "un poco de respeto" para su país y para él.

Renzi quiere reformar, pero sin admitir interferencias o imposiciones foráneas, y habla de acabar con la burocracia estatal y modificar unos impuestos que considera excesivamente gravosos y que bloquean la actividad económica. Pero está sobre todo está decidido a eliminar un artículo del estatuto de los trabajadores que imposibilita el despido libre, algo que reclaman desde hace tiempo los empresarios, pero que tal fue siempre la oposición sindical ni siquiera consiguió en su día Silvio Berlusconi.

Acostumbrado a mandar en Florencia, Renzi parece querer dirigir ahora Italia como si fuera una gran empresa. Y en torno suyo parece instalarse una especie de culto a la personalidad. Primero Berlusconi y ahora Renzi. ¡Pobre izquierda! ¡Pobre Italia!