Abramos el compás para tomar perspectiva, de España a Europa, de lo local a lo universal. Londres, Berlín, Frankfurt, París, Milán, Estocolmo: el futuro pertenece a las grandes ciudades que conforman lo que algunos sociólogos han descrito como una geografía de la inteligencia; smart cities, clusters de I+D, epicentros de un networking global que se expresa en inglés y come en restaurantes melting pot de la guía Michelin. A la vez, una nueva clase media se afianza en los países emergentes, que se benefician de los altos precios de las materias primas apunten el shock que supondría para estas naciones la caída en vertical del precio del petróleo, de la inversión internacional y de un aparente rigor fiscal. El superávit chino un país gobernado por ingenieros ha sostenido el equilibrio financiero de un Occidente cada vez más endeudado y envejecido. Algunos incluso hablan de Europa como de un geriátrico cultural un Disneyworld del arte, frente a la innovación americana y a la producción made in Asia. Por supuesto que no es así; o no sólo así, quiero decir. A la Europa aletargada de la Unión, se superpone una red de ciudades abiertas que se reinventan a sí mismas, que piensan en términos globales y cooperan entre ellas con independencia de lo que dicten las burocracias. Son urbes mutantes de un difuso izquierdismo moral, ecológicamente sostenibles y que viajan en el puente aéreo de las low cost. Si la civilización representa la escala humana de la democracia, las ciudades constituyen la escala humana de esa nueva modernidad alimentada por la inmediatez virtual de los tuits.

Pero al mismo tiempo, las ciudades sufren la fractura no en uno o dos fragmentos, sino en múltiples, como consecuencia de la drástica ruptura del siglo XXI con el XX. ¿Qué decir entonces de las naciones? Si la economía tradicional se ha instalado en la obsolescencia ¿qué sector no se ha visto abocado en estos últimos años a la reconversión?, la sociedad se enfrenta un proceso similar. Tomen algunos ejemplos: el resurgir del nacionalismo, como un eco de los peores instintos del pasado siglo, no sólo en Europa sino sobre todo en el Pacífico, auténtica región alfa del planeta; la debacle social que supone el alto paro estructural, el mileurismo y el trabajo precario; la creciente privatización de lo público que refuerza la desigualdad de clases; el descrédito de las instituciones y el auge de los populismos como solución política. Voto del hartazgo o del miedo, según sea el caso: voto básicamente defensivo frente a la realidad.

En esta contexto, Podemos aparece como un movimiento mesiánico con algunas peculiaridades significativas: un partido antisistema que aspira a ocupar la centralidad política; un partido de base que se organiza verticalmente y que renuncia a esa gran base del Estado que es la municipalidad; un partido sin pasado cuyo presente no es otro que la larga sombra ideológica del siglo XX. En épocas de sucedáneos ocurren cosas así. Incluso que se reivindiquen ideologías fracasadas. Pero, evidentemente, el viraje de Europa hacia los populismos de derechas o izquierdas cuenta a su favor con las profundas raíces de la fragmentación social: obsolescencia de la industria clásica, pérdida de condiciones laborales, empobrecimiento creciente y debilidad del Estado del bienestar. El profesor Florentino Felgueroso ha afirmado en las páginas de Nada es gratis que alrededor de once millones de trabajadores en España se encuentran en situaciones cercanas a la precariedad, a lo que se añade el escándalo del capitalismo de amigos. La revuelta de las elites se asienta no sólo en la injusticia sino también en el desequilibrio. La rebelión de las masas se plantea con las mismas cartas colocadas a la inversa.

Pero la pregunta ya no es tanto si podemos ir a peor, sino cómo encauzar una situación definida por la inestabilidad. ¿Hacia dónde mirar? ¿Qué ejemplos tomar? La fragilidad histórica de la democracia en España no nos inmuniza precisamente ante los riesgos de una dramatización excesiva de los problemas. El dilema, seguramente, se decidirá en las ciudades y en sus cinturones, donde se forjan los relatos de la sociedad y donde se escribe el futuro más dinámico. Aunque por supuesto también caben las urbes fracasadas, que optan por encerrarse en sí mismas y escuchar los cantos de sirena de unos y de otros, demagogos todos. Y esto es lo que hay que evitar.