Me contaron hace años de un constructor mallorquín que decía que un alcalde no tenía que cobrar sueldo alguno, pero debía marcharse a su casa forrado de millones y con una estatua en cualquier plaza de su ciudad. Me contaron, hace años también, de un empresario mallorquín que a cambio de no sé qué propuesta institucional -o proposición suya a una institución, no recuerdo ahora-, pedía también no sé cuantos millones y una estatua ecuestre en una plaza de Palma. Lo de la estatua ecuestre tenía su chanza -lo del dinero no creo-, pero tanto la que apuntaba el constructor -no busto sino de cuerpo entero- como la que pedía el empresario denotan, además del turbio gen fenicio, la poca fe local en esta clase de símbolos. Por los cambalaches lo digo. Si pasamos de estatua a escultura, basta recordar el extravío de la Nancy de Calder, una pieza maravillosa -lo siento por quien no sepa apreciarla- que se arrinconó en un almacén municipal durante años, tratada como un simple amasijo de hierros y dada por desaparecida. O la colección de adefesios -con alguna escasa excepción- que se sembró en Palma hace unos años aquí y allá, pero sobre todo más allá que aquí, entendiendo por allá, Passeig Mallorca y sus alrededores.

Una estatua honra tanto a quien está dedicada -que no suele enterarse porque está cadáver- como a la ciudad donde nació el sujeto fundido en bronce o esculpido en mármol. Hace unos meses estuve en Logroño y la estatua a caballo del general Espartero, situada en el centro de la ciudad, me pareció digna de Londres. Al verla pensé por qué a Franco le gustaba que lo inmortalizaran a caballo -una forma de entroncar doblemente con la Historia- y lo recordé volando, colgado de una grúa con su caballo velazqueño entre las piernas. Imagen de los últimos flecos de una Transición tan criticada ahora por los que no la vivieron y por otros que crecieron -y muy bien- gracias a ella. Nosotros no tenemos muchas estatuas y a las que hay nos gusta someterlas a bailes y distintos juegos de escondite. En mi infancia Ramón Llull estaba entre Vía Portugal, Vía Roma y Vía Alemania -no sé que hubiera dicho él entre tanta vía dictatorial- y un buen día desapareció -creo que fue a parar al Instituto que lleva su nombre- para aparecer al poco en Passeig Sagrera travestido en bronce por Eguía, más barbado, con un aire al mago Merlín y unas inscripciones árabes en el pedestal que, tiempo después, se descubrió que estaban fatal escritas.

El monumento con fuente y arcos dedicado a Santiago Rusiñol en Marqués de La Cenia o Sénia, fue amputado, jibarizado y situado al fondo de todo durante el Pla Mirall, y el busto de Gafim apareció no hace mucho con un plátano en la mano y cruzado por unos cables. Lo del plátano, ya lo dije entonces, a él le habría hecho gracia. Sólo el fauno del poeta Joan Alcover permanece idéntico a sí mismo, no sé si por su carácter pillastre -aunque represente una brillante elegía del tiempo ido-, o por estar oscurecido por la frondosa vegetación del ombú o bellaombra y otras plantas adyacentes. En fin, no sigo porque lo dicho basta para comprobar que la estatuaria no es lo nuestro, por mucho que ahora se discuta por un monumento funerario del escultor Llimona que estaba en el cementerio de Sóller y de repente ya no está. Pero tampoco paro, porque me dirijo a don Antonio Maura, arrojado esta semana a los suelos por un furioso Eolo aliado con el ficus que lo camuflaba en la plaça del Mercat. De paso visitaré a Isabel II, arrojada a los suelos por la turbamulta: eran otros tiempos. ¿Lo eran?

La oronda estatua de Isabel II se encontraba en la Plaça de la Reina, donde está ahora la fuente. Hay una vieja fotografía en la que se observan las cuerdas alrededor de su cuello y otra en la que ya está en tierra como Sadam Hussein siglo y pico después. Corrían vientos de fronda en España y acababa de estallar la revolución de 1868. La reina a la que los hermanos Bécquer -sí, el poeta Gustavo Adolfo y el pintor Valeriano- habían satirizado y pornografiado hasta límites impensables entonces y ahora -ríanse ustedes de El Jueves-, se marchó a París. Algunos mallorquines decidieron que había que decapitar su efigie y que besara la calzada. El mármol de la estatua se aprovechó para distintos usos y se cuenta que la cabeza sirvió como mortero en el comercio de un conocido boticario palmesano. De ideas republicanas, por supuesto. Lo de Maura es diferente, pero los vientos que corren en España tampoco son ajenos a ese derribo nocturno.

Don Antonio cae de su pedestal traicionado por una rama de ficus que le ataca por detrás, y le hace rodar el opulento pedestal de Mariano Benlliure, hasta quedar como un homeless durmiendo sobre el granito. Vale. Pero una cosa es la realidad aparente y otra la simbólica. Quien crea que ha sido Eolo en su coyunda con la Botánica -Apolo se disfrazó de lluvia para poseer a Dafne convertida en laurel al escapar de sus requiebros- está equivocado. No hay que descuidar el detalle de dónde exactamente cayó don Antonio: a los pies de La Verdad, la otra escultura del conjunto de Benlliure. Ahí hay una clara señal suya -y la hace en su tierra natal- de que la verdad en la plaza pública está por los suelos y que a ella se confía, derrengado, para remontar el temporal. Pero no sólo eso: Maura cae el día de la declaración institucional de Mariano Rajoy y dos días después de las cajas de cartón y celofán en Catalunya. ¿Qué quiere indicarnos el único mallorquín que presidió el gobierno de España con una capacidad y talento políticos inhabituales en el país? Es evidente que su caída tiene que ver con otros vientos de fronda.

Ahora la cosa está en saber si hay que relacionarla con la insolencia adolescente de Artur Mas, o con la frialdad estupefacta y galaica de Mariano Rajoy. O con las dos.

En fin: confiando que cuando Maura esté situado en un lugar distinto, las aguas ya se hayan calmado, me voy a una médium a consultárselo y otro día les cuento.