Ni la pirueta increíble del fiscal anticorrupción Horrach al erigirse en el más firme defensor de la inocencia de la infanta Cristina „la Audiencia Provincial ha calificado de "chocante" el desairado papel desempeñado por el acusador público„, ni los esfuerzos del propio fiscal por descalificar al juez Castro „algo "llamativo" según la audiencia„ ni el fichaje por la Casa Real de Miquel Roca al frente de una cohorte de penalistas de primer nivel han servido para exonerar a la hermana del rey Felipe de sus responsabilidades en el caso Nóos. La absurda "teoría del enamoramiento", según la cual la fiel esposa embelesada con el esposo deja de tener discernimiento y es por tanto incapaz de asumir responsabilidad alguna, no ha prosperado, y los tres magistrados de la sala de la Audiencia Provincial han dado su visto bueno a su procesamiento por dos delitos contra la hacienda pública.

A partir de este momento, el precio político por el descomunal error del caso Nóos, o caso Urdangarin, ya se ha pagado. La aplicación improbable de la "doctrina Botín", que queda ahora en manos del instructor, o la absolución al término del proceso ya no podrían disipar la evidencia de que la infanta Cristina era el argumento del colosal montaje urdido por Urdangarin y su socio Torres: había que explotar la influencia conseguida por Iñaki al desposarse con una infanta de España para acopiar un gran botín a costa de los desorientados y/o desaprensivos que picasen el anzuelo de la seducción proveniente del entorno regio.

Como es bien conocido, la nefasta aventura del duque consorte ha costado un rey. Don Juan Carlos es el sacrificio propiciatorio que ha habido que inmolar en el ara de la democracia para lavar la afrenta a la opinión pública de este país. Bien es verdad que el rey padre, con tantos méritos a sus espaldas, había acumulado también cuantiosos errores que sólo la abdicación podía archivar, pero el incidente del caso Urdangarin ha sido serio y a punto ha estado de dar al traste con la institución. Porque, como demostró Javier Tusell en varios trabajos, la monarquía moderna no sobrevive a errores abultados; de hecho, y por ejemplo, salvo la monarquía belga que demostró gran capacidad de supervivencia, todas las monarquías que flirtearon con el totalitarismo el siglo pasado han desaparecido.

De la misma manera que puede decirse que, en cierto sentido, la imputación de la infanta cristina por la Audiencia Provincial de Balears ya supone una condena moral, independiente de la sentencia que se le imponga en derecho, también puede asegurarse que, pase lo que pase a partir de ahora, la corona de Felipe VI ya está a salvo. La abdicación de su progenitor, unida a la política de gestos efectuada por el entonces heredero y ahora rey Felipe, ha representado la superación del problema, que además ha quedado institucionalmente fuera de la "familia real", limitada a los ascendientes y descendientes directos de la pareja regia.

El reinado de don Felipe está, pues, desprovisto de las adherencias de ese pasado que no le incumbe porque el monarca no participó en la génesis del problema ni se involucró en su entorno. Y la prudencia está marcando los primeros derroteros regios, en los que no se advierten equivocaciones (hay manifiestamente un pautado muy minucioso de lo que la Corona debe y no debe hacer, y lo sigue, tanto el rey como su consorte, con gran cuidado). Está bien que así sea, aunque don Felipe no debe olvidar que la monarquía seguirá siendo apreciada si continúa resultando útil al país. Y esa utilidad puede requerir en ocasiones jugarse el tipo, mostrar un rapto de grandeza y/o intervenir en el proceso institucional para dejar la decisiva impronta del jefe del Estado. El caso catalán puede ser un ejemplo de lo que se quiere decir.