La estrategia de la impasibilidad, que Rajoy ha administrado con éxito desigual a lo largo de todo su mandato, dio sin duda resultados positivos en la cuestión del rescate de España en los momentos más dramáticos de la crisis, en que la frialdad impertérrita del presidente del Gobierno -la escenificación de un no implícito en medio de grandes presiones- nos evitó una aventura mucho más onerosa que la que finalmente tuvimos que afrontar. En el caso catalán, sin embargo, esta estrategia está fracasando, toda vez que la iniciativa la lleva con claridad la otra parte, que va de éxito en éxito hasta la victoria final. Si el buen sentido no lo remedia.

Habría que estar obnubilado o ciego para no ver que Artur Mas, erigido desde hace meses en verdadero líder del independentismo -ERC no es más que un señuelo-, ha conseguido con el 9N un golpe de efecto que le confiere un gran prestigio personal y lo sitúa con claridad al frente del movimiento secesionista, frente a un Estado malhumorado y rencoroso que ha perdido la batalla de la opinión pública en Cataluña y que está dando pruebas de nerviosismo y de desunión (ya se sabe que la victoria tiene muchos padres pero la derrota es siempre huérfana).

El Gobierno del Estado creyó que, con las armas jurídicas y políticas de que disponía, lograría evitar fácilmente la consulta de autodeterminación que se proponían realizar los nacionalistas catalanes. Los hechos han demostrado que no era así y que el Ejecutivo catalán ha logrado llevar a cabo con éxito un acto propagandístico -de eso se trataba, al fin y al cabo, ya que nuca nadie habló de una consulta vinculante- frente a un poder central que no quería (ni podía) aparecer ante la comunidad internacional como represor, impidiendo una expansión libérrima de la ciudadanía y adueñándose de unas urnas, elementos escenográficos que suscitan respeto en todas partes.

El Estado está tramando ahora represalias jurídicas a la ´desobediencia´ de las instituciones, pero de nuevo llega tarde al proceso: si Artur Mas, que aparece como un héroe en el centro de las fotografías, fuera ahora imputado, conseguiría el mayor de sus objetivos: imponerse del todo como líder carismático del ´partido del president´, una invención en marcha que acabará constituyendo el gran sujeto electoral de las proyectadas elecciones plebiscitarias, y al que, de grado o por fuerza, se sumarán los restos de Convergència y gran parte de las bases asamblearias de Esquerra.

Naturalmente, siempre le quedará al Estado la vía procelosa del artículo 155 CE, que permite adoptar medidas de fuerza pero que, lógicamente, no fue pensado para represar un movimiento secesionista de tanta envergadura. Pero la solución razonable, políticamente inaplazable, es emprender una vasta labor directa de diálogo y negociación.

Ante una tan grande desafección, que no es sin embargo masiva ni probablemente mayoritaria -el independentismo puede estar entre el 30 y el 40% del censo-, el Estado debe salir de su inquietante impasse y tomar rápidamente la iniciativa, mostrando su faz más seductora para fijar las actuales identidades catalanas -y evitar por tanto que crezca el núcleo del independentismo- , y emprender un proceso de reforma consensuado que colme las aspiraciones -legítimas- de amplios sectores sociales que claman por el reconocimiento explícito de los derechos históricos, un nuevo sistema de financiación, competencia plena en educación y cultura, etc. No hay tiempo que perder si se quiere evitar -o al menos tratar de evitar por todos los medios- una secesión que gana terreno ostensiblemente y que -que nadie lo dude- terminará cuajando si no se toman medidas de emergencia que paren la gigantesca de bola de nieve que rueda hacia el precipicio.