El otro día me llamaron inculto por opinar sobre la lengua catalana siendo un puto foraster. Tantas horas desperdiciadas en la lectura de los sabios para acabar sumido en este analfabetismo incurable. Quedé afectado, así que hoy no arriesgaré y me ceñiré a un asunto sobre el que voy acumulando una cierta experiencia, aunque sea peninsular: las distancias largas, los retos y los ritmos adecuados para alcanzarlos. Es probable que sea el único articulista del mundo no especializado en información deportiva que ha participado en los dos maratones más rápidos de la historia, el de Boston en 2011 y el de Berlín de este año. Esta casualidad me proporciona un cierto blindaje frente a las críticas rabiosas de los guardianes del templo de la sabiduría lingüística que no se calzan zapatillas deportivas. Algo es algo.

Hace ocho días Dennis Kimetto recorrió algo más de cuarenta y dos kilómetros por las calles de la capital alemana en dos horas, dos minutos y cincuenta siete segundos. La marca es sencillamente asombrosa, y el análisis detallado de la carrera ha confirmado algo que ya había sucedido en el récord de Haile Gebrselassie en 2008. A pesar de la dureza de esta distancia y del prolongado esfuerzo que requiere, estos prodigios africanos son capaces de correr la segunda parte de la prueba más rápido que la primera. Dicho con otras palabras y aunque parezca increíble, se acercan a la meta acelerando. Y no me refiero al sprint final, sino a un ritmo sostenido que se va incrementando según transcurren los kilómetros sobre el asfalto. Es algo al alcance de unos pocos elegidos dotados no sólo de unas portentosas cualidades naturales, sino también de una gran capacidad de control sobre esas condiciones físicas. Kimetto pasó el kilómetro 15 de la carrera 25 segundos más lento que el anterior récord del mundo de Walter Kipsang. En el medio maratón aún llevaba 11 segundos de retraso, pero no pegó acelerones, ni metió prisas a sus liebres, ni se puso nervioso ante los ataques de otro superclase, Emmanuel Mutai, que lo presionó hasta los kilómetros finales. Siguió dosificando su esfuerzo hasta la meta para lograr su objetivo.

Acceder a la Secretaría General del PSOE con el partido desfondado y desnortado, y las encuestas señalando que, después de tocar fondo, se puede seguir escarbando, es un reto de dimensiones épicas, como el maratón. Lo que tiene Pedro Sánchez por delante no son dos vueltas rápidas a una pista, agónicas y con los músculos estallando desde el inicio del esfuerzo. Es una prueba de larga distancia, a pesar de la cercanía de las elecciones. Uno tiene la sensación que a Sánchez le están venciendo los nervios, y las prisas le están haciendo cometer errores evitables. Por ejemplo, confundir la cercanía de un candidato con la vulgaridad de un programa de máxima audiencia. O llamar terrorismo machista a la violencia individual de un hombre sobre su pareja, hiriendo al mismo tiempo la sensibilidad de las víctimas del terrorismo y las de la violencia de género, cuando reclama para éstas últimas funerales de Estado. No dudo de su buena voluntad, pero estos errores de bulto sólo se explican porque mira su cronómetro electoral y ve que sus tiempos de paso son más lentos de lo previsto.

Superado el fogonazo de una sonrisa franca y cálida, esa imagen va dejando paso a la trivialidad, a un relato a trompicones formado por eslóganes imposibles de hilvanar unos con otros sin caer en la demagogia. Sin sustancia, ni ideas ni discurso, da igual el color de la camisa. Da la impresión que Sánchez y sus colaboradores pensaban que, sólo por vestirse de corredor de fondo, ya iba a adelantar varias posiciones. Pero el reto es mucho más complicado a pesar del enorme desgaste del Partido Popular. Sánchez se gira en la carrera y ve la coleta al viento de un superclase mediático, nota los hachazos del atleta de las tertulias y las frases redondas, que le va cambiando el ritmo en cada uno de estos primeros kilómetros de su carrera como secretario general del PSOE. Y se pone nervioso, le entran las prisas, y tropieza.

Pero la carrera es más larga de lo que parece, y son muchos los que esperan algo más que unas cuantas frases llamativas a la medida de un tuit. Pedro Sánchez tiene tiempo suficiente para construir un discurso coherente sobre el papel de la izquierda hoy, sin decir chorradas ni obviedades, como que los diputados deben estar al corriente de pago con Hacienda. Un líder tiene que tratar los temas que tratan los líderes, por ejemplo, la ética de la responsabilidad, que tiene en cuenta las consecuencias de las acciones, y no sólo los principios morales sobre los que se fundamentan. Como este asunto sobrepasa con creces la capacidad de análisis de un aficionado a los maratones, me limito suscribir de principio a fin el magistral artículo de Norberto Alcover publicado el jueves pasado en estas mismas páginas bajo el título "La enfermedad de la socialdemocracia". La lucidez de ese diagnóstico es mucho más útil para España y para el PSOE que el ritmo atropellado de los titulares que ofrece Sánchez.