En otras ocasiones, he traído a colación algunos volúmenes de Tony Judt, uno de los mejores analistas del siglo XX, en sus dimensiones política, ideológica y hasta humanista, porque este profesor de Berkeley y Oxford, entre otros centros académicos, nunca separa la dimensión humano/ética de los intentos de estructuración social. Por lo tanto, podemos hablar, al referirnos a él, como de un extraño "animal ideológico" relativo al mundo concreto en que hemos vivido, vivimos y seguramente viviremos. Con el aditamento de que se mueve en los párrafos tan fascinantes como frágiles de la llamada socialdemocracia. Un detalle relevante para comprenderle en profundidad.

Hace pocos días, por casualidad, un buen amigo me regalaba "Algo va mal", editado en 2010, y aparecido en castellano en 2011, gracias a la editorial Santillana. Se trata de un texto breve y en el que se percibe con descarada claridad la naturaleza profesoral de Judt, sobre todo su capacidad para delimitar una y otra vez el marco de sus análisis y las cautas sugerencias propuestas por él mismo, con un cierto temor y temblor. Por una sencilla razón: se pregunta una y otra vez el autor sobre la voluntad que tenemos los socialdemócratas de llevar más allá las relaciones entre los derechos humanos de la ciudadanía y las legislaciones internacionales, surgidas precisamente en los recientes años del boom económico. Y personalmente pienso que ésta es la cuestión de fondo, porque nos lleva de la mano a otra todavía más correosa: ¿deseamos cambiar el mundo de verdad o solamente de tal forma que, en definitiva, pocas cosas cambien€ por un respeto adolescente a la citada legislación internacional?

En varias ocasiones, Ramón Aguiló y Antonio Tarabini, cada uno con sus peculiares matices, han abordado ambas cuestiones, en general con crudeza y precisión llamativas. Porque tengo la sensación de que se mueven en la misma dolorosa ambigüedad que domina a Judt: ¿queremos o no queremos de verdad los socialdemócratas cambiar esta sociedad o nos da pánico el precio a pagar por intentarlo? Porque es evidente que tendremos que pagar un precio y, para colmo, invitar a los ciudadanos a pagarlo también. No en la línea que el capitalismo le está obligando a pagar mediante los terribles recortes que obedecen a irregularidades del capital bancario, nada de eso, pero sí en la medida en que reajustar la estructura económica de la sociedad nos pasaría la factura que nos impondría la fuga de ese mismo capital. Deslocalizarse es fugarse. Suspender pagos sin justificación es fugarse. Para nada se modificaría la estructura socioeconómica sin pagar un alto precio. Y esto lo solemos callar. Y de esto nos advierte Judt una y otra vez.

Por todo lo anterior, titulo este texto "La enfermedad socialdemócrata". Precisamente porque al diferenciarse del socialismo, ya inoperante en este mundo donde vivimos, la socialdemocracia tiene que imaginar medios tales que mantengan la masa del capital con condición de producción€ pero sobreponiendo a tal masa dineraria los derechos humanos de la población ciudadana. De otra manera, la socialdemocracia ni puede demonizar al capital ni puede renunciar a una justicia distributiva como manda el humanismo más elemental. Y en este sentido, se hace necesario recordar las intervenciones papales recientes al respecto, que han sido marginadas por aquellos a quienes estaban dirigidas específicamente: los señores del dinero, las multinacionales y en general los legisladores de turno.

La enfermedad de la socialdemocracia es pretender cambiar el estatus actual usando mucho más de la demagogia que de la inteligencia posible. Ser utópica sin ser práctica. Y por esta razón, los neopartidos de izquierdas demagógicas llaman a las puertas de nuestras conciencias, las ilusionan, pero ocultan el precio a pagar en caso de llegar al pretendido poder. Mucho me temo que no sea el camino. Pero la verdad es que tales grupos no son socialdemócratas antes bien neomarxistas puros y duros. Las realidades tienen nombres.

Es el momento en que Pedro Sánchez abandone sus frases pretendidamente hirientes, casi apocalípticas, y comience a proclamar lo que pretende en la práctica. Pero además, plantear las consecuencias de sus deseos hechos realidad. En otras palabras: haríamos esto y esto, conseguiríamos esto y esto, y pagaríamos este y este precio. Todo aumento de la justicia, de la libertad, y de la dignidad, pasa por el túnel oscuro de los deberes, y en definitiva de la corresponsabilidad ciudadana. La pobreza se evita con la austeridad. Y la austeridad siempre fastidia. Pues bien, la socialdemocracia no debe dejar de proclamar el imperio necesario de una austeridad distributiva€ camino de exigible justicia.

El próximo momento electoral, en mayo, concitará promesas infinitas, que ya comienzan a conocerse y que me producen erisipela, de tan banales como suenan. Los populares siguen defendiendo sus tesis europeas, sometiéndose a las legislaciones continentales, aunque empobrezcan al conjunto de ciudadanos y beneficien a las grandes acumulaciones de capital. No dejan lugar a dudas, y es de agradecer. Los socialistas, que en realidad hace tiempo que saltaron a la socialdemocracia, todavía no nos han descubierto sus cartas factibles, sin caer en manos de Lampedusa. Iglesias/Podemos, por el contrario, nos recuerda los métodos venezolanos y castristas, peligrosa oferta para los descontentos. Los nacionalistas, como es lógico, persiguen lo que les interesa, sobre todo un cambio constitucional. Y algunas otras formaciones pues se colocan en la estela de las anteriores, sin que sepamos las posibles coaliciones que nos esperan. Falta claridad. Es decir, todas nuestras formaciones, menos la popular, están enfermas de ambigüedades, si bien la claridad popular no resulta fascinante, pero por lo menos sabemos a dónde se dirige. A donde ya estamos. Y la causa de tanta oscilación y demagogia es el miedo a definirse en momentos oscilantes. Nada más.

Tras años de una defensa compulsiva del capital como clave de la maquinaria de la sociedad, la socialdemocracia tiene la oportunidad de presentar alternativas tan creíbles como factibles. Pero mucho me temo que no encuentre el camino oportuno porque está obnubilada con mostrarse simpática en lugar de exigente. La sombra de Europa es alargada, muy alargada. Y como aviso casi contradictorio para navegantes, una sugerencia tomada del volumen comentado y recomendado: cuando los países se tambalean, no se trata de poner rodrigones materiales, porque lo importante es reorganizarlos con valores diferentes. Así lo pienso, y así lo escribo por enésima vez. Valores, siempre valores. Austeridad. Justicia. Solidaridad. Precios.