En el libro del Levítico se ordenaba la santidad de los años séptimos y en especial de los Jubileos, que se repetían cada cinco décadas. Era el año que llamaban del Iovel, en el cual se hacía sonar el shofar, el cuerno del carnero que lo anunciaba y reclamaba el retorno a una especie de paz primigenia, anterior a la intervención del hombre en la Historia. Las personas, las tierras y los animales regresaban a su estado natural y no se plantaba ni se cosechaba ni se sacrificaban animales ni se almacenaban los alimentos durante aquellos doce meses. La Tierra reposaba, como hizo Dios en el primer shabat, liberada de las abrumadoras ataduras del pasado. El rico era empobrecido y al pobre se le devolvían los mínimos que exige la dignidad humana. Los presos eran amnistiados, las deudas condonadas y los esclavos manumitidos. El año del Iovel era el año cero que se repetía periódicamente para curar las heridas y facilitar un nuevo inicio, basado en el perdón, la restitución y el descanso. El novelista napolitano Erri de Luca, a quien sigo en este punto, nos recuerda que "se trataba de una ley difícil, pero sabia, que nos enseñaba que todos somos huéspedes del mundo; y, muy en especial, nosotros, es decir, la especie humana, la última en llegar a nuestra tierra".

De eso hace tres o cuatro mil años. Se trata de una era muy antigua de la humanidad, casi legendaria. Los grandes presupuestos de la cultura occidental se ponían entonces poco a poco en pie: la sensibilidad ética del judaísmo, tantas veces macerada en el exilio; la especulación filosófica de los atenienses; más adelante, la precisión jurídica de los romanos y la irrupción del cristianismo. Ya en nuestra época, el Renacimiento situaría al hombre en el centro del universo y el Siglo de las Luces reivindicaría la razón como criterio último de verdad. La democracia parlamentaria supuso el modelo de organización política más representativo y eficaz, y el capitalismo industrial favoreció el enriquecimiento de las sociedades. Tras la II Guerra Mundial, vimos cómo en Europa se convertían en derechos las vacaciones remuneradas, la semana laboral de cuarenta horas, la sanidad y la educación gratuitas o el cobro de una pensión digna. El Estado del Bienestar constituía la versión actualizada y estable, secularmente moderna, del año del Iovel: la preocupación por los débiles y los parados, por los enfermos y los ancianos; por modular, en definitiva, la riqueza de unos pocos mediante la redistribución social. Cuando el historiador Tony Judt, en su célebre ensayo Algo va mal, sostiene que la crisis actual de Occidente es consecuencia de haber roto el pacto con los ideales últimos de la justicia social, el lector no puede dejar de adivinar que Judt „quien también era judío„, quizás continuara, consciente o inconscientemente, la vieja sabiduría del Jubileo, que retornaba la esperanza a la tierra en forma de un nuevo comienzo. La Historia nos enseña que, sin un relato de futuro ni una cierta experiencia de la justicia, todos los sistemas terminan colapsando entre el descrédito y la ira. Diríamos que la savia del Iovel es la que concede esperanza al mundo.

El año jubilar nos ofrece además una última lección. Hay ocasiones en las que conviene detener las dinámicas del poder para así poder restañar las hemorragias y sanar las heridas. Un ejemplo lo encontramos en nuestra Transición, que permitió reconducir con éxito el franquismo hacia un régimen parlamentario liberal. La Transición trajo la democracia, la extensión de las políticas sociales, la recuperación de las libertades y de los derechos, además del ingreso de España en Europa y en la Alianza Atlántica. Rompió con nuestro tradicional aislamiento, descentralizó el Estado y, sobre todo, hizo posible un pacto de todos con todos. Que ese pacto haya llegado a su fin es discutible. Personalmente no lo creo, aunque algún tipo de ajuste será inevitable. Pero sí parece llegado el momento de que las políticas del encuentro se impongan sobre los populismos interesados en la confrontación o la desfachatez autocomplaciente de unos cuantos. Antes de que sea tarde. Antes, quiero decir, que las consecuencias sean mucho peores.