La noticia de que, después de una campaña catastrófica de los unionistas partidarios del no a la independencia, las encuestas del "The Sunday Times" han comenzado a dar verosimilitud a la hipótesis de que el sí a la secesión podía salir victorioso (a finales de julio, el ´no´ se imponía con más de 22 puntos de ventaja) ha puesto muy nerviosos a los británicos, incluida la Reina Isabel, y, no nos engañemos, también a los sectores de opinión españoles que se oponen a la secesión de Cataluña. Inesperadamente, los sondeos empezaron a cambiar de signo tras el debate cara a cara que mantuvieron el 5 de agosto el ministro principal escocés y líder del Partido Nacional Escocés (SNP), Alex Salmond, y el responsable de la campaña unionista, Alistair Darling.

Tras conocerse la alarmante encuesta, el Gobierno británico ha reaccionado como un resorte: el ministro del Tesoro y canciller del Exchequer, George Osborne, ha ofrecido una gran autonomía fiscal a Escocia, a la vez que los tres grandes líderes británicos han acudido en fraterna compaña a seducir a los escoceses. De inmediato, los independentistas han hablado de que Londres quiere ahora "sobornar" a los electores escoceses, y san ridiculizado esta oferta tan de última hora, que llega cuando algunos electores escoceses ya han votado incluso por correo.

Ya se sabe que los casos escocés y catalán son muy distintos: Escocia fue un reino independiente que en 1797 firmó el Acta de Unión que daba lugar al nacimiento del Reino de Gran Bretaña. Cataluña, como es sabido, integrada en la Corona de Aragón, es parte de España desde la unión de los reinos a finales del siglo XV. Nunca hubo, ni en la Edad Media, una Cataluña independiente.

Con todo, la verdad histórica tiene peso relativamente escaso frente a las ficciones nacionalistas, y es claro que si Escocia accediera a la independencia en el referéndum del día 18, el independentismo catalán establecería parangones que influirían sobre la opinión pública y presionarían sobre el Estado. Frente a ello, el Gobierno español y, en general los partidos opuestos a la ruptura, tendrían que hacer pedagogía: es preciso explicar con claridad y autoridad que el derecho a decidir es un eufemismo que enmascara el derecho de autodeterminación, que no es un derecho democrático más que en situaciones coloniales o de sojuzgamiento predemocrático.

Hay un aspecto del proceso escocés que sí afecta a España: recientemente, el director de La Vanguardia publicaba una gacetilla titulada "Hacer política" en la que elogiaba la reacción contemporizadora y negociadora de Londres frente a la adversidad de las encuestas, que revela disposición a pactar para evitar la ruptura. "Lejos de despertar miedos, el Gobierno de Cameron ha hecho un acto de aprecio", se escribía. En esto sí que probablemente acierten los británicos más que nosotros los españoles: para frenar las tensiones independentistas, además de aplicar la ley, sería deseable empezar a negociar para atender lo que tienen de razonable y legítimo las reclamaciones catalanas. Porque se equivocan absolutamente quienes creen que la vibración independentista sólo proviene de las elites nacionalistas: en Cataluña, hay una manifiesta irritación social en las bases que alimenta el proceso soberanista y que puede terminar haciendo irrevocable la reivindicación. Si tal irritación es infundada, Madrid deberá demostrarlo y defenderlo con un discurso claro, y si no lo es, el Estado tendrá que ponerse a trabajar para colmar las aspiraciones frustradas de la sociedad catalana.