La pulsión independentista de Cataluña no ha sido „ahora lo vemos con claridad„ un arrebato colectivo surgido en pocos años del memorial de agravios que han ido acumulando los nacionalistas catalanes hasta colmar el vaso de la paciencia cívica. Es cierto que ha podido plantearse alguna queja legítima por la excesiva carga que impone a Cataluña la cuota de solidaridad (bastante relativizada por las últimas cuentas publicadas), que quizá no se ha prestado desde la Administración central la atención debida al desarrollo de las infraestructuras catalanas, que la mutilación del Estatut de 2006 por el Constitucional después de haber sido aquél plebiscitado fue un bofetón político, que probablemente el Estado no ha actuado con suficiente sensibilidad a la hora de gestionar la educación y la cultura en una colectividad con lengua propia€ Pero si se analiza objetivamente esta relación de "ofensas", enmarcada en un progreso incuestionable de Cataluña y de España desde el subdesarrollo a una posición puntera en el mundo en apenas tres décadas, se llegará seguramente a la conclusión de que hay una desproporción entre los agravios y la reacción desaforada. De que no era para tanto.

Y no hubiera sido para tanto si, desde la transición misma, no se hubiera estado sembrando desde el nacionalismo un germen de victimismo „la Cataluña sojuzgada por la insensibilidad, cuando no por la mala voluntad, de Madrid„, que iba arraigando al mismo tiempo que se predicaba un sentimiento diferencial, basado en elementos románticos como la supuesta peculiaridad del pueblo catalán, pequeño burgués, laborioso y sencillo, apegado a sus tradiciones y leyendas, austero y trabajador, aficionado al pequeño comercio „la botigueta„, religioso y temeroso de Dios, deseoso de vivir apegado a sus reliquias institucionales. Éste era el mensaje de Pujol, cómodo en ambientes rurales, él mismo ecologista y montañero, devoto de la Virgen de Montserrat „Convergència Democràtica de Catalunya fue fundada en la montaña santa de Cataluña„, patriarca de una familia numerosa, defensor de la tradición que había sido posible mantener intacta, sin contaminación. Era, en fin, un nacionalismo cercano e introspectivo, bucólico y nostálgico€y un tanto medieval. Anterior desde luego a la radical modernización que supuso la entrada de las ideas afrancesadas con la llegada de Felipe V.

La confesión de Pujol ha desmontado todo este pobre tinglado intelectual, y aquel catalanismo modesto y desprendido ha mostrado su verdadera faz. El mesianismo del fundador no era desinteresado en absoluto, y tras aquella omnipresencia del establishment controlado por el clan Pujol se había formado una indecente oligarquía sin escrúpulos que, como primera providencia, procuró su propio y desaforado lucro. El caso Palau fue un aperitivo, en el que se vio cómo la nuez del nacionalismo ejercía su patriótica misión redentora. Ahora, el alzamiento del telón en el caso Pujol está dejando ver un aparatoso tinglado de exacciones encaminado al enriquecimiento familiar. En nombre del "pueblo de Cataluña", se ha cometido, según todos los indicios, un escatológico latrocinio, cuyos frutos están en Andorra y en otros paraísos fiscales.

Digerido esto, se puede seguir hablando de autodeterminación, pero ya no para resolver imaginarios agravios de España. Quien roba en Cataluña no es España, y así conviene que conste. De los problemas concretos, se debe hablar, y cuanto antes, para resolverlos a la mayor brevedad, pero sin pasión emancipadora ni bromas identitarias. Porque lo étnico, en este caso, ha servido de coartada para camuflar el abuso bajo el manto engañoso de la reivindicación nacionalista.