Paul Auster, escritor norteamericano de origen judío, le proponía en una carta a su colega, amigo y premio Nobel de Literatura John M. Coetzee una solución definitiva para el conflicto de Oriente Próximo: evacuar a toda la población israelí y darle el estado de Wyoming, un territorio inmenso poblado sólo por medio millón de habitantes. En interés de la paz mundial, otro premio Nobel, Obama, expropiaría ranchos y granjas para reasentar a los habitantes de Wyoming en otros estados. De esta manera quedaría eliminada la mayor amenaza de guerra total para la humanidad. Auster justifica más tarde su jocosa y ridícula idea en la absoluta desesperación que le embarga, en la convicción de que judíos y palestinos jamás llegarán a un acuerdo.

Por desgracia quizá tenga razón, pero merece la pena reflexionar sobre la pequeña contribución del periodismo, o mejor dicho, de una parte de la profesión, a la radicalización del conflicto y a la perpetuación de aquel drama. Me refiero al fotoperiodismo, porque "las fotografías ejercen en la actualidad la misma suerte de autoridad en la imaginación que la ejercida por la palabra impresa antaño, y por la palabra hablada antes. Parecen absolutamente reales". Por increíble que parezca, la cita es de Water Lippman en 1922 (no somos tan modernos). Lippman recibió dos premios Pulitzer a pesar de denunciar durante toda su vida la tendencia de los periodistas a generalizar en el tratamiento de las personas (o los conflictos) basándose en ideas prefijadas. En realidad esta es una tentación a la que todos sucumbimos.

La semana pasada unos milicianos aburridos pulsaron el botón rojo de un juguete caro y derribaron un Boeing 777 con 298 personas a bordo. No habíamos visto publicada ni una sola imagen explícita de esos muertos hasta que un asesor del gobierno ucraniano colgó en Facebook la imagen del cadáver de un bebé que viajaba en el avión, al tiempo que maldecía a Putin. Tampoco vimos ninguna de las horrendas fotografías hechas en el solar del World Trade Center en las horas posteriores al atentado del 11 de Septiembre de 2001. Es digna de análisis esta autocensura basada en el buen gusto en una cultura saturada de estímulos repulsivos. Pero todo esto ha saltado por los aires con la llegada de las redes sociales. Ya no hay filtro. Todo es rápido, espontáneo, fruto de la indignación, y en consecuencia auténtico, o peor aún, aparentemente veraz. Las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas: una llamada a la paz, o un grito de venganza.

Leyendo a la tropa más movilizada en el entorno 2.0, uno observa que los seguidores de Gandhi se encuentran en absoluta minoría. Por eso hoy más que nunca se debe reivindicar la honestidad y el compromiso moral con la objetividad del periodismo gráfico. Es complicado, porque el sufrimiento que a menudo se considera más digno de representación es el provocado por la ira, o la violencia. Este enfoque deja fuera muchas lágrimas.

Jünger decía que no hay guerra sin fotografía. Es fácil encontrar el paralelismo entre el fusil y la cámara, porque ambos se disparan. Pero fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir. Es cierto que desde la guerra de Vietnam existe una gran certidumbre sobre la autenticidad de las fotografías de guerra más conocidas, pero ello no excluye el riesgo de manipulación. Hamas prohibe la entrada en suelo palestino a periodistas extranjeros hasta que comienzan a llover misiles israelíes. Como ya no impacta lo suficiente la imagen de un niño ensangrentado en los brazos de su padre, o el cadáver de un bebé amortajado con la shahada, la bandera verde utilizada por los islamistas radicales, ahora hemos visto el rostro de perfil de un pequeño al que le falta la mitad posterior del cráneo, reventado por un trozo de metralla. La imagen de Palestina. A continuación se publica la fotografía de una familia judía en lo alto de una colina, disfrutando de un picnic en la noche mientras admira el juego de luces en el cielo provocado por los bombardeos sobre Gaza. La imagen de Israel. Esto no deja de ser sino otra burda simplificación de un conflicto que dura ya seis décadas. Que esta manipulación se produzca en Twitter es inevitable. Que se preste a ello el editor gráfico de un medio de comunicación serio es ya parte del problema.

Hamas es una organización terrorista que proclama entre sus objetivos fundacionales la aniquilación del estado de Israel. Los votos que recibió para expulsar del poder a una corrupta OLP no legitiman sus atentados, del mismo modo que para cualquier persona de bien los 200.000 votos a Herri Batasuna no legitimaban las salvajadas de ETA. Sin embargo, la mayoría de la opinión pública internacional pasa de puntillas sobre las consecuencias de un yihadismo totalitario que pastorea a su población como si fueran reses, mientras condena sin paliativos el abuso israelí de su fuerza militar. Quizá hallemos aquí uno de los motivos por los que la única democracia de la región, obsesionada por la seguridad de su territorio, se muestra indiferente ante las críticas de la comunidad internacional, y se extralimita de una manera tan brutal en su derecho de defensa. Han renunciado a convencer. En su intercambio epistolar, Coetzee, un escritor considerado de izquierdas y que ha firmado varios manifiestos propalestinos, le contesta a Auster que tal vez haya llegado el momento de que cojan las riendas las mujeres de Palestina, porque en términos de visión y coraje, los líderes que han salido hasta ahora de entre los palestinos le perecen enanos. Escuchando a los barbudos vociferantes y su interpretación del Corán, el deseo de Coetzee suena tan estrafalario como la implantación del sionismo en Wyoming. P