Hay columnas que se me quedan en el tintero. Es interesante revisar esos artículos nonatos, que reposan en silencio en el cuaderno de notas, o en la cabeza, por propia voluntad. Las razones últimas de no publicarlos son diversas, pero todas comparten un rasgo común: la duda. Dudas de su oportunidad, dudas de sus argumentos, dudas de sus consecuencias, dudas de su ecuanimidad al juzgar actuaciones concretas, dudas de su prudencia, dudas de tu autoridad para escribir sobre determinado asunto, dudas de los hechos tal y como los conoces o te los han contado. Frente a las opiniones de cafetería, resulta conveniente añadir en los escritos una dosis más de prudencia y humildad, que quizá algunos confundan con cobardía. Esto no significa que los artículos que ven la luz sean un compendio de certezas absolutas. Uno a veces camina sobre el alambre, pero procura no hacer aspavientos ni protagonizar caídas bufas. Por eso siempre es bueno dudar, y atender a la intuición que te indica cuando hay que callar, esperar que madure un artículo, o dejar que se marchite para siempre. Y es que a mi dudar me ha salvado de algún traspié.

Por ejemplo, uno de los escritos que dormirá para siempre en la papelera del ordenador se titulaba "Por qué no abdica el Rey". Con el prestigio del monarca en caída libre, y unos problemas de movilidad que en cada aparición pública nos recordaban al pobre elefante abatido ante los ojos de la bella Corinna, la tesis de aquel proyecto de artículo era que sólo cabía una explicación para aferrarse al trono hasta la muerte: mantener la inviolabilidad y evitar disgustos irreparables. Tras sestear sus señorías durante los 38 años de reinado de Juan Carlos I, la chapuza legislativa perpetrada nos muestra el motivo último, o el primero, de la abdicación: tranquila, Su Majestad, que le arreglaremos el retiro judicial por lo civil (con acuerdo con la oposición) o por lo criminal (haciendo uso de la mayoría absoluta), colando el aforamiento vía enmienda a la primera Ley que se ponga a tiro, nunca mejor dicho. Dos semanas después de guardar el texto en la carpeta de borradores, el Rey abdicaba y yo me ahorraba el resbalón, aunque no tan grave como el de Bostwana.

Pero el ridículo más sonoro he estado a punto de cometerlo con Jaume Sastre. Siempre he defendido que los hombres tienen la posibilidad y el derecho a cambiar, que las personas mejoran, o empeoran, fruto de sus experiencias, de sus circunstancias, y también de su inteligencia o estupidez. No comparto el escepticismo que subyace en una teoría que predetermina todo comportamiento humano según el pasado. Prefiero ser un ingenuo que un amargado. La huelga de hambre de Sastre constituía una actuación hiperbólica y desproporcionada por los motivos expuestos, y por tanto un chantaje inaceptable a un president al que según la oposición le quedan poco más de trescientos días en el gobierno.

Pero no se rían: yo me creí la huelga de hambre de un fanático, es decir, alguien que nunca duda, que envía un mensaje reclamando su derecho a morir en catalán. Así que las notas de aquella columna abortada rechazaban los motivos del ayuno extremo de un hombre que no comía, pero tampoco insultaba, ni incitaba al odio, ni lanzaba proclamas xenófobas. Y así se había ganado mi respeto. Porque la vida es algo serio, y quien la arriesga por una causa, aunque se equivoque, merece una consideración. Al menos la mía, que soy un don nadie que ni siquiera ha sido injuriado públicamente por Sastre, de momento. Por eso le pedía que abandonara aquel suicidio a cámara lenta.

Pero había algo en todas aquellas fotos de Sastre rodeado de admiradores y tontos útiles que me hacía dudar. Observaba la mirada fría como el mármol de aquel émulo de Gandhi, un hombre rollizo embutido en una camiseta verde, y algo en su expresión no encajaba con sus palabras. Como tampoco entendía la existencia de un comité de vigilancia que decidía sobre la salud de Sastre, cuando una huelga de hambre es un acto firme y personalísimo del huelguista que sólo puede detener un juez. En estas reflexiones me hallaba cuando de pronto acabó el ayuno. Y comenzaron las entrevistas. Y el hombre hambriento, que no delgado, se descojonó sin piedad de todos nosotros. De los tontos útiles, por supuesto, que acudieron a su lecho a hacer la buena acción del mes, como los Zipi y Zape. Pero también de todos los ingenuos que en algún momento temimos por la vida de este sujeto incalificable. Sastre fue sincero y nos explicó el planteamiento a plazos de su ayuno, el motivo más prosaico y menos heroico de su acción (levantar los ánimos de una alicaída Assamblea de Docents que no ha dejado de perder apoyos entre el profesorado durante los últimos meses, fruto de sus equivocaciones) y, finalmente, la razón por la que cesó el ayuno: un médico le explicó que a partir del día siguiente la cosa se ponía seria y su salud podía correr riesgos irreversibles. Y en ese mismo instante se tomó un caldito, después de haber reivindicado su derecho a ser enterrado en catalán.

Aclarada esta farsa por el propio protagonista, cabría hacer una reflexión sobre la contribución de los medios de comunicación para dar una apariencia veraz y dramática al montaje. Hasta hace muy poco me parecía imposible que el Partido Popular se mantuviera en el gobierno autonómico después de 2015. Viendo los resultados de la estrategia del "todo vale contra Bauzá", ahora tengo dudas.