Cualquiera que haya leído el libro de George Bernanos sobre los crímenes de la guerra civil en Mallorca ya lo sabía. Aquí se mató mucho, se mató a conciencia y con una crueldad casi medieval. No necesitábamos, pues, que abrieran la primera fosa para descubrir el rostro del horror, un horror nuestro, genuinamente mallorquín. Admitámoslo de una vez. Aquella canallada no fue obra de los rusos, ni de los franceses ni de los alemanes. Aquello lo hicimos nosotros o nos lo hicieron a nosotros. Fue algo tan isleño como la ensaimada, el camaiot, la beateta o el ball de bot. Digo esto porque en la Mallorca del 36 se dieron unas circunstancias muy particulares: no existía una masa obrera armada, como en Cataluña, ni tampoco un campesinado rebelde, como en Andalucía, y menos aún un ejército enemigo al otro lado de la trinchera, como ocurrió en todo del país. Salvo las tres semanas que siguieron al desembarco republicano, la isla quedó bajo control fascista y el resto de la contienda se mantuvo tan plácida como una alberca.

Pero las albercas ocultan extrañas criaturas. Sólo así podemos llegar a comprender por qué se eliminaron a dos mil paisanos en un territorio donde ya no resonaban tiros ni tampoco eran necesarios para ganar la guerra. Esto es lo mallorquín. ¿Por qué? Como ocurre en las comunidades cerradas, muchos de los crímenes obedecieron a rencillas personales y a ajustes de cuentas. No a sucesos bélicos. Aunque nos duela, la represión se produjo por móviles al estilo de Puerto Hurraco, pero sin esa audacia homicida del asesino con cojones. El hecho de que se recurriera a sicarios, preferentemente de Falange, para eliminar al adversario dice mucho o más bien poco del valor local. Para un anarquista aragonés, por ejemplo, el mayor placer era fusilar personalmente al patrono que le explotaba en la fábrica, y de paso a todos los patronos del mundo. Para el mallorquín, en cambio, el mayor placer fue deslizar el nombre de su adversario ante la persona adecuada y aguardar a que la maquinaria del terror se pusiera en movimiento. Obviamente es una generalización. Pero por cada mallorquín que ejecutó a un inocente mirándole a la cara, hubo cientos que mataron con la pistola y los ojos de los demás. Y esto es lo nuestro, el verdadero pecado insular.

Más allá del desagravio, la apertura de fosas debería servir para reflexionar acerca de nosotros mismos. Esos sagrados huesos podrían hablarnos mucho de la cobardía, del recelo, de la desconfianza innata que hay en nuestra sangre; también de nuestra costumbre a no dar la cara cuando la vida se pone fea, o con ese eludir la verdad y apostar en cambio por la intoxicación, la denuncia sin pruebas y la maledicencia. Es nuestro modo de matar en tiempo de paz. Los verdugos han muerto, las víctimas siguen en el barro. Pero ochenta años después de aquel horror quizá sea ésta la gran lección que nos pueden ofrecer. Y sería bueno aprenderla o nos pasaremos la vida removiendo fosas para nada.