Reconozco que siempre me cayó bien Letizia Ortiz. Me refiero a que ya me caía bien cuando trabajaba como periodista, al principio como presentadora de informativos en CNN Plus, y también, más adelante, cuando lo hacía en TVE. Era seria, parecía rigurosa, con una dicción exquisita, y una actitud agradable, sin necesidad de sonreír sin parar. Como ejemplo de ese rigor, recuerdo haber visto (algún tiempo después del anuncio de su compromiso matrimonial con el príncipe Felipe) una grabación interna del canal de Prisa, correspondiente a momentos previos o inmediatamente posteriores a la emisión de uno de sus informativos, en la que la actual reina, entonces presentadora, reprochaba cortésmente pero con firmeza a un compañero suyo el que éste se refiriera a los estadounidenses como "americanos". Ante la respuesta un tanto pasota y desidiosa de su compañero, Letizia Ortiz insistía en que "americanos" eran todos los ciudadanos del nuevo continente (desde el extremo del cono sur, hasta Alaska). Y es que, de hecho, ni siquiera es adecuado llamarles "norteamericanos", ya que en América del Norte conviven tres naciones independientes: Méjico, Estados Unidos y Canadá. Le sugería que si quería referirse a los estadounidenses, les llamara así: "estadounidenses". Reconozco también que siempre he opinado como ella sobre ese asunto, y que la voracidad con que Estados Unidos ha pretendido siempre apropiarse, gentiliciamente hablando (y no solo), de toda América siempre me ha molestado. Pero lo importante es que el anterior ejemplo constituye un detalle de rigor (puesto de manifiesto en ámbito privado, ya que ella no sabía en ese momento que se acabaría filtrando), al que algunos no darán importancia (yo sí se la doy), pero que sobre todo indica, no sólo una fuerte personalidad y capacidad de defensa de sus propias ideas y convicciones, sino una elevada capacidad de tomarse en serio su trabajo. En ese momento era periodista, y trataba de desempeñar su cometido divulgador con precisión. Pero al escucharla pensé que ese rigor, salvo que se demostrara lo contrario, era extrapolable a cualquier otro cometido que se le encomendara en el futuro.

No me sorprendió, sin embargo, que Letizia Ortiz fuera paulatinamente denostada por buena parte de la población a partir de que se hizo público su compromiso con el entonces príncipe Felipe; y que, a raíz de la boda, fuera directamente acribillada con base en los más ínfimos y peregrinos motivos, sin concreción en nada más que impresiones, conjeturas, y dimes y diretes de esos a los que el pueblo español es tan aficionado.

Se ha aducido como un gran pecado, por ejemplo, que intervenía en las conversaciones y (¡dios santo!) se atrevía a interrumpir a su prometido/marido. Como si de un plumazo sus críticos (buena parte de ellos, mujeres) hubieran olvidado la tan cacareada igualdad de derechos entre sexos; como si la princesa tuviera que permanecer un paso por detrás, como en Japón. Nunca lo entendí. Se trataba de una mujer con personalidad propia, uno de los valores, en mi opinión, más apreciables en un ser humano.

Se le ha acusado de ser "demasiado seria", como si importantes personajes públicos (que incluso han desempeñado recientemente el cargo de presidente del Gobierno) de sonrisa fácil y obsequiosa, no nos hubieran dado más de un disgusto a los españoles. Parece mentira que no aprendamos, y que sigamos confiando más en quien tiene "carisma" (entendiendo como tal, lo que caracteriza al "simpaticón" de turno que nunca dice no y lleva pegada a la cara una postiza sonrisa-rictus), que en quien mantiene la compostura y demuestra con sus hechos su profesionalidad, y su capacidad de entrega y de trabajo.

Pero siempre me pregunté si bajo gran parte de esas críticas no subyacería la envidia de propias y extrañas: la de las señoronas que soñaban „nunca mejor dicho„ con casar a sus hijas con el príncipe (o casarse ellas mismas, que el bótox hace milagros), y que de pronto se dieron de bruces contra la realidad de que el heredero había elegido a su compañera, a la persona con la que quería casarse, como debe hacer libremente cualquier persona.

Ser un buen rey y una buena reina en una democracia parlamentaria no consiste en otra cosa que en ser consciente „y nunca perder la perspectiva„ de que se está personificando a una de las instituciones del Estado. En tener muy presente que los reyes no gobiernan, sino que representan a la nación y a sus ciudadanos en actos protocolarios, como lo hacen la bandera y otros símbolos del Estado. En asumir que, hoy en día, ninguna institución pública puede quedar (ni en sus actos, ni sobre todo en su contabilidad) ajena a la transparencia a la que tienen derecho los ciudadanos, a fin de evitar derivas y tentaciones indeseables que a veces vienen aparejadas a la inercia del paso del tiempo. Y, sobre todo, a mantener un comportamiento digno y ejemplar que nunca nos avergüence a los ciudadanos (que jamás súbditos) del país al que representan.

Para conseguirlo, creo que a los reyes les conviene alejarse y evitar como a la peste a quienes (parientes o no) suelen arrimarse interesadamente a los aledaños del poder: cortesanos que hasta anteayer eran acérrimos "juancarlistas" radicalmente opuestos a la abdicación, y hoy ya babean por cepillarle el traje al nuevo rey (como lo harían con idéntico servilismo „reconvertidos en republicanos "de toda la vida"„ a un hipotético presidente). Especialistas en cambiar de chaqueta y hacer la pelota a quien haga falta. Auténtico deporte nacional.

Que Letizia Ortiz provenga del mundo real (de "realidad"), puede ser una ventaja que les ayude a detectarlos. Que tengan (tengamos) suerte.