Este país necesita desde hace tiempo una racionalización / modernización de las normas fiscales para conseguir la mayor compatibilidad posible del sistema con el crecimiento económico, el sostenimiento del estado de bienestar que la sociedad quiera mantener „cuestión que debe dirimirse por consenso, obviamente„ y el afloramiento paulatino pero inexorable de la economía sumergida, una desmesura en buena parte provocada por la irracionalidad del propio sistema fiscal, que debe salir a flote a medio plazo por claras razones de equidad: para que también contribuya al sostenimiento del Estado.

La recién anunciada reforma fiscal del Gobierno, surgida de los despachos ministeriales, no se plantea siquiera estas cuestiones y tiene todo el aspecto de haber sido concebida para responder a un tópico que sólo es una verdad a medias, bajar impuestos anima la economía, y, sobre todo, para revertir el efecto demoledor de la anterior subida de la presión fiscal de 2012 en el crédito del Ejecutivo, con la consecuencia del gran varapalo que recibió el PP en las europeas, en las que sólo consiguió un exiguo 26% de los votos.

La estructura de la reforma es además controvertible. Rebajar a todos los contribuyentes el IRPF tiene, en primera instancia, éxito asegurado de público y, en parte, también de crítica. A todo el mundo le satisface que bajen los impuestos y en muchos casos la gente no relaciona lo que paga con los servicios que recibe a cambio (de ahí que las grandes decisiones tengan más solidez y calidad cuando son fruto del debate en el seno de un sistema parlamentario „son los representantes de los ciudadanos, expertos en los asuntos que manejan, quienes ponderan estos equilibrios„ que cuando provienen de la espontaneidad populista). Y, sin embargo, las bajadas de IRPF, impuesto de Sociedades y sobre el ahorro, en tanto se mantienen constantes los impuestos indirectos, producirán una caída de la recaudación que muy probablemente no se compensará con el efecto positivo de una mayor actividad económica.

Si falla el cálculo y se incrementa el déficit, o simplemente si no somos capaces de llevar a buen puerto la consolidación fiscal pactada con Bruselas, las consecuencias serán las que cabe imaginar: nuevos recortes, que, cancelada ya casi completamente la inversión pública, se aplicarán indefectiblemente al gasto social. No es extraño que las comunidades autónomas, que no han sido consultadas, manifiesten serias objeciones a la reforma del ministro Montoro, que por cierto orilla en la mayoría de las cuestiones las conclusiones de la "comisión Lagares" (si se convoca a un comité de sabios, es razonable justificar después por qué no se siguen sus sugerencias).

El pasado sábado, Rajoy defendió la reforma con tan escasos argumentos como su ministro de Hacienda: la bajada de impuestos es la que el PP siempre quiso hacer y nunca pudo en la práctica. Lo que sugiere una especie de fundamentalismo que recuerda aquella otra frivolidad de quien dijo que bajar impuestos es de izquierdas. Cuando la verdad es que el sistema fiscal de un país expresa y resume los equilibrios internos de una sociedad, compendia los valores éticos de la política y condiciona el bienestar general. Sería, pues, deseable que no se elaborara a partir de simples intuiciones y reclamos publicitarios sino mediante una ponderada discusión en que participasen expertos, profesionales relevantes de la sociología y la ciencia políticas y, por supuesto, las cámaras parlamentarias, que habrían de servir para debatir y no sólo para refrendar las ocurrencias de sus líderes.