Todo está sucediendo tan deprisa que cuesta echar el pie a tierra y ver pasar el tren bala de la realidad. En los últimos cinco años se han producido cambios irreversibles en la manera de ver y juzgar el mundo por millones de personas con una característica común: tienen acceso a un ingente volumen de información producida por iguales, de manera horizontal. La pirámide del poder de la comunicación se ha achatado, y ahora nuestro vecino de escalera es capaz de generar contenidos capaces de influir, sin necesidad que esa escalera conduzca a un ático en Manhattan. La sobredosis de información política en los medios de comunicación tradicionales nos lleva a pensar que es ahí, en la política, donde presiona con más fuerza esa nueva democracia de la opinión. Pero no es cierto, porque desgraciadamente el sistema político tiene múltiples mecanismos para defenderse y ahogar esas críticas, aprovechadas siempre por demagogos expertos en rentabilizar la desesperación de muchos. Decía Albert Camus que "cada generación, sin duda, se cree destinada a cambiar el mundo". Y está bien que sea así, siempre y cuando no se tome el asunto muy en serio y se termine por menospreciar la inteligencia de personas que viven en países del G20 con mensajes del tipo: "no podemos estar peor". Claro que puedes estar peor, tontito, incluso aunque lleves cinco años en el paro en un estado democrático que garantiza educación y sanidad universales y gratuitas. Este es uno de los problemas de saltarse las clases de Historia, o de asumir una ceguera infantiloide y anestésica que nos sitúa con la imaginación en un planeta de cuento.

Pero no hay que ser pesimista, porque las consecuencias más inmediatas de esa nueva relación de poderes se están produciendo en otro ámbito, el económico. El concepto de "economía de la reputación" se acuñó por primera vez en la Conferencia Internacional de Reputación Corporativa celebrada en Rio de Janeiro en 2011. En resumen, venía a explicar que el poder se está trasladando a gran velocidad hacia determinados grupos de interés de las empresas (opinión pública, empleados y clientes), que son capaces de forzar el rumbo de las empresas.

Hasta ahora, los indicadores financieros nos decían cómo se habían generado los resultados de un negocio. Pero hoy son otros parámetros, que no tienen que ver con el beneficio económico, los que explican cómo se va a generar riqueza en el futuro. Las marcas hoy no se construyen con campañas publicitarias, sino con hechos y realidades, adquiriendo compromisos y luego cumpliéndolos. Por eso, frente a los mercados emergentes, la competitividad basada en la permanente reducción de costes tiene un límite, y además está abocada a un fracaso seguro.

La reputación, entendida como el resultado de un proceso a largo plazo para ganar y mantener la confianza de los públicos, es el factor fundamental para generar valor de manera sostenida en el tiempo. La buena reputación coloca a las organizaciones en una mejor posición para comunicar, para negociar, para competir, para expandirse y acceder a nuevas líneas de negocio. Edelman, la agencia de comunicación independiente más grande del mundo, concluye en su barómetro de confianza elaborado en 2014 que cuidar a los empleados y poner a los clientes por delante de los beneficios, son los motores de confianza más importantes para las empresas.

Ahora el Gobierno de España ha decidido privatizar un 49% de AENA, el gestor aeroportuario, y un ejecutivo de Ryanair ha declarado que su compañía está seriamente interesada en participar en este proceso. Al leerlo, uno no sabe si reír o llorar. El transporte aéreo es una cuestión estratégica en cualquier país desarrollado, y no digamos ya para archipiélagos como Balears o Canarias. La compañía aérea irlandesa de bajo coste es el ejemplo más palmario de una estrategia cortoplacista que le está pasando factura. El pan para hoy y hambre para mañana se ha convertido en hambre hoy, a secas. Ryanair ha maltratado a sus clientes hasta límites humillantes por cubrir unas necesidades de movilidad a precios baratos. Ha practicado un dumping laboral salvaje con sus empleados sometiéndolos a condiciones vergonzosas. Ha bordeado sin pudor los límites de la seguridad aérea por ahorrar unos litros de combustible. Ha extorsionado a las autoridades para evitar el cierre de aeropuertos deficitarios, si bien es cierto que para esto ha contado con la inestimable colaboración de políticos irresponsables, y también alguno corrupto. Toda esta estrategia de la indecencia ha dejado durante años pingües beneficios. Hoy, muerta por asfixia la gallina de los huevos de oro, Ryanair ha dejado de torpedear los oídos de sus clientes a las 7 de la mañana con una megafonía insufrible, y ha relajado sus normas sobre el equipaje de mano. Pero no debe ser suficiente para remontar el vuelo, y ahora pretende participar en la gestión de unas infraestructuras fundamentales para la economía de un país moderno.

Que se permita una participación privada minoritaria en AENA no es algo bueno o malo en sí mismo. Lo que debe garantizar la Administración a través de los pliegos que regulen esa licitación es que sólo empresas capaces de generar un mínimo de confianza entre sus públicos puedan optar a una gestión de estas características. Sólo los actores de la "economía de la reputación", organizaciones responsables que aplazan la recompensa y son capaces de distribuir en el tiempo unos beneficios razonables, deberían poder optar a una gestión tan estratégica como la de los aeropuertos.