La democracia es, o debiera ser, algo más que una forma de organización social. Y se tratará de puro maquillaje cuando no incorpore a su aliento la defensa a ultranza del bien común, una ética acrisolada en el comportamiento de sus garantes y la permeabilidad que haga, de las normas, un exponente de la voluntad colectiva y no de intereses sectarios.

Desde esa perspectiva, la que gozamos „a veces padecemos„ desde una Transición que se diría sin fecha de caducidad, es manifiestamente mejorable. Incluso en la percepción del ciudadano común y sin más conocimiento en ese ámbito que el derivado de la simple observación. Para empezar, dista de resultar meridianamente claro quién está al servicio de quién: si los elegidos de los electores, como cabría esperar, o justamente a la inversa, lo que transformaría al sistema en un cortijo. ¿Argumentos a favor de tal presunción? Pues para todos los gustos. De entrada no elige la población, sino una oligarquías, los Partidos, que reparten los cargos en función de prioridades y componendas que nos son ajenas. Son esas élites, burocratizadas, las que delimitan el terreno de juego desde la ambigüedad cuando no la mentira descarada, y basta con repasar los incumplimientos de sus propios programas (PP) o el ninguneo ideológico a conveniencia (un PSOE monárquico, una IU propiciando el gobierno del Partido Popular en Extremadura€) para constatar que, en cuanto a traducción de la voluntad popular, más bien escasa.

Después, y hasta los siguientes comicios, se impondrán los tópicos y el disfraz de la realidad merced a la palabra; a unos discursos para la auto justificación. Y si para redondear la eficacia de su estrategia fuera aconsejable cerrar algunos medios de difusión o presionar a otros, directa o indirectamente (publicidad institucional a cambio de sumisión€), ningún problema. Se trata, antes de hacer oídos sordos a la opinión pública „el último recurso„, de manipularla a conveniencia a través de la representación. Que para eso está el dinero: el transparente y el opaco. Y no se ha inventado mejor pegamento para unir la política a los poderes fácticos. En cuanto a la marginación de la disidencia o el molesto pluralismo, y por si lo antedicho no fuera suficiente, siempre podrá apelarse a los acuerdos de Estado en aras a un indefinido estatus que dicen ser el mejor entre los posibles y, de requerirse alguna concreción, ahí tienen a Rubalcaba empeñado en seguir fiel (él y unos cuantos de su Partido, que no todos) al pacto post-franquista que a saber cuándo terminará o si tal vez hayamos quedado definitivamente presos en él, a media metamorfosis entre oruga y mariposa.

Más acá de la anécdota, este pueblo, que en teoría y en democracia debiera tener la sartén por el mango, se ve abocado, caso de cobrar conciencia de su papel marginal en el actual estado de la cuestión, a dos opciones: pasar del tema, dejando que los de siempre cocinen el guiso y se lo coman (sin duda la postura que los Partidos mayoritarios preferirían: la fatiga civil y "una democracia sin demócratas", como algunos han apuntado), o bien apostar, siquiera como pataleta de final incierto, por alternativas que procuren un algo de ese entusiasmo que ha sido enterrado entre la mediocridad y el engaño. Es una alternativa ésta que debe inquietar a los aposentados, como prueban las acerbas críticas que ha recibido un Podemos que a saber si podrá afianzarse para empezar con la poda que se plantean.

Sea como fuere, parece claro que la ética de los representantes tiene nada que ver con la de los representados. Como dijo en su día el poeta Nicanor Parra, "la izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas", y si ése es el futuro que nos espera con una democracia que no limita los caprichos de quienes mandan (Rubert de Ventós), como debiera hacerse incluso desde una perspectiva liberal, ni tampona las trágicas consecuencias para muchos, sería cosa de radicalizarla (la democracia, que no los comportamientos, convendrá aclarar para no terminar imputado). Quizá resultase de todo ello un rodeo para acabar en las mismas, pero del experimento puede esperarse en ocasiones algún hallazgo sustancial, mientras que el conservadurismo y una fidelidad a la Transición como antes a los principios del Movimiento, ya sabemos adónde conduce.

Se hace preciso diseñar nuevas formas de articulación para la sociedad civil y que los consensos de base, cuando orillados, se traduzcan en votos. Disponemos de unas posibilidades de comunicación transversal como nunca antes y, sin haber llegado en nada a la excelencia, sí hemos constatado a veces, e intuido otras, lo que sería mejor. Imaginemos listas electorales abiertas, condenas rápidas para los corruptos, consultas populares para determinados temas, supresión de los cargos digitados o de las listas de espera en Sanidad cuando está la vida en juego. Pues por todo ello y más, un ¡basta! que quizá mañana podamos ver reflejado en unos modos distintos. En bien de todos.