El rey Juan Carlos no ha desa-provechado la oportunidad: ante el presidente Peña Nieto ha agradecido a México lo que hizo por el exilio republicano en 1939 cuando otro presidente, Lázaro Cárdenas, abrió las puertas del país a miles de exilados republicanos huidos de la violenta represión desatada por los franquistas vencedores en la Guerra Civil. Juan Carlos de Borbón, todavía jefe del Estado, ha recordado el encuentro en México con aquellos españoles. Nada que no sea un relato de lo sucedido: el rey lo protagonizó, se fundió en un abrazo bastante más que simbólico con la viuda del presidente Manuel Azaña, Dolores Rivas. Así fue y así hay que contarlo. Ocurre que el rey, metido de lleno en el proceso sucesorio, no ha perdido la capacidad, que casi siempre le ha acompañado en las cuatro décadas de su reinado, de saber qué tecla tocar en los momentos complicados. Ahora, cuando la efervescencia republicana crece, por mucho que los que obstinadamente se niegan a admitirla pongan en marcha estrategias de distracción, Juan Carlos, a beneficio de inventario, recuerda al exilio republicano poniendo sobre la mesa el papel de la corona para acabar con lo que ha sido uno de los episodios más deplorables de nuestra moderna historia española, y, al tiempo, uno de los más brillantes para México, que se benefició de parte de lo mejor de la sociedad española de entonces, la misma que irremediablemente perdió España, sumida por casi cuatro décadas en el oscurantismo siniestro de la dictadura franquista. Todavía hoy pagamos la descomunal factura.

Las alusiones del rey Juan Carlos al exilio republicano sirven para que no se trate de solventar con una faena de aliño la cuestión de monarquía o república, que es lo que se quiere hacer. Desde el campo monárquico, algunos con indudable inteligencia, como José Antonio Zarzalejos, el antiguo director de el diario monárquico por antonomasia, ABC, y otros con formas desabridas, que no hacen otra cosa más que testimoniar el nerviosismo imperante, se pone el énfasis en la capacidad transformadora de la corona, en condiciones de propiciar la abdicación de su titular para abrir un tiempo nuevo. Destacan que no hay paralelismo posible con el período del advenimiento de la Segunda República, que no es equiparable la actuación de un rey, Alfonso XIII, el abuelo de Juan Carlos, con la de éste. También inciden en que hoy no hay, en la derecha política, una pulsión republicana, que solo se da en la izquierda de la izquierda, dado que los socialistas están abortando a conciencia la débil rebelión de algunos de sus militantes.

Ese es un relato parcialmente adecuado de lo que acontece, pero conviene introducir una matización de no poco calado: una encuesta presentada tramposamente especifica que el 60% de los españoles quiere que "en algún momento" se les plantee la disyuntiva monarquía-república. Y otro dato: entre los menores de 54 años, los que no votaron la Constitución de 1978, son mayoría los que se decantan por la fórmula republicana. Si nos ceñimos a los menores de 34 años las preferencias republicanas son nítidas. La encuesta en cuestión destaca que ya hay un porcentaje nada despreciable de un 36% que opta por la república. Todavía no existe la masa crítica suficiente para que el asunto se tenga que plantear institucionalmente, pero las perspectivas de que se alcance son evidentes. De ahí que la intuición tan borbónica de Juan Carlos le haya hecho comprender, con todas las ayudas que ahora se dice que se desencadenaron para forzarle a ello, que la abdicación es la mejor manera de apuntalar la tambaleante corona.

La abdicación propicia un nuevo relato de lo que está por suceder: el que establece que el rey Felipe VI abrirá una época de cambios sustanciales, tanto políticos como sociales, que se plasmarán en una reforma constitucional. Al margen de que la capacidad de adivinar el futuro sigue siendo, como siempre, una aspiración que no hay manera de garantizar cabalmente, se olvida un detalle de importancia: el rey carece de atribuciones para poner en marcha una reforma de la Constitución. Es una competencia del Gobierno y de las fuerzas políticas auspiciarla. Corresponde a las Cortes Generales llevarla a cabo. Si afecta a aspectos sensibles del texto constitucional hay que ir a un referéndum tras obtener la mayoría reforzada, dos tercios, en el Congreso de los Diputados y el inútil Senado, devenido en cómodo refugio de los jubilados de los dos grandes partidos estatales, que así quedan a salvo de las indagaciones de los tribunales de justicia, y de los partidos nacionalistas de Cataluña y País Vasco. Felipe de Borbón suscita unas esperanzas en la ciudadanía que simplemente no puede cumplir. No es muy arriesgado anticipar que el año y medio que se ha abierto con las elecciones europeas, que ha hecho estridente acto de presencia con el resultado de éstas y la abdicación del rey Juan Carlos, se cierre con unas elecciones generales que deje listo para la firma el certificado de defunción de la estructura política surgida tras la muerte del general Franco, la conformada por la primacía de los dos grandes partidos estatales.

Entonces, el asunto de la república o la monarquía volverá a plantearse y lo hará con una fuerza que no podrá ser dejada de lado. Se tendrá que afrontar cómo y cuándo se pregunta a los ciudadanos qué es lo que quieren. No va a ser fácil, pero se deberá hacer, porque de lo contrario las costuras del sistema, que resisten, pero no están incólumes, se desharán. Si Zarzalejos tiene razón, la Tercera República no vendrá dado que hoy no hay un Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Miguel Maura, Alcalá Zamora y Manuel Azaña que esté a su servicio. Mientras siga constreñida su demanda a la izquierda de la izquierda, protagonizada su reclamación por alguien tan poco presentable como Cayo Lara, pueden estar tranquilos los monárquicos y los instalados en el sistema a pesar de los sobresaltos y la taquicardia que les entra con más frecuencia que la prevista. Veremos lo que tarda en aparecer por la derecha un movimiento republicano que pueda ser un banderín de enganche vistoso y aceptable. No hay razones por las que haya que descartarlo.