Para la generación de los que nacimos con la llegada de la democracia, los difíciles avatares de la Transición forman parte de la memoria colectiva y familiar, pero no de la personal. España era entonces un país relativamente pobre, donde abundaban los televisores en blanco y negro y escaseaban los servicios públicos fundamentales. Recuerdo la falta de bibliotecas municipales y de centros de salud bien dotados en la mayoría de pueblos. Recuerdo que sólo las familias más acomodadas disponían de teléfono en casa y la escasa iluminación nocturna en las calles. Era todavía una sociedad con fuertes rasgos estamentales, en la que el mundo agrario se descomponía poco a poco, mientras que la incipiente industrialización afrontaba los efectos de la crisis petrolífera de los años setenta. Recuerdo también que, a pesar de aquellas evidentes limitaciones -no éramos Europa, aunque el sueño europeo iluminaba el horizonte- , nos educaron en el respeto a la libertad y a los derechos individuales y sociales. La modernización del país fue un proceso acelerado que rompió con muchos de los estereotipos recurrentes de la leyenda negra. La Constitución permitió una fuerte descentralización del Estado, recuperando cierto equilibrio territorial frente a las políticas centralistas del pasado. Impulsados por el ingreso en el Mercado Común, el nivel de vida de los españoles mejoró rápidamente. Se construyeron polideportivos y hospitales, autopistas y universidades. Nuestras empresas se internacionalizaron, la renta per cápita subió, disminuyó el paro hasta alcanzar tasas cercanas a las europeas y se logró un aceptable Estado del Bienestar. De ser un país de emigrantes, pasamos a ser receptores de inmigrantes. De ser un país cultural y políticamente aislado, España empezó a gozar de un prestigio y de un respeto internacional inauditos. En gran medida, todo ello fue posible gracias a la estabilidad que aportó la Constitución del 78, aceptada mayoritariamente por la ciudadanía, junto al deseo compartido de ser Europa y de formar parte de este gran proyecto común. Símbolo de la continuidad histórica de la nación, la Corona, en la figura del rey Juan Carlos I, se situó desde el primer momento al frente del proceso de modernización. Sin él, y sin lo que simboliza la Casa Real, la Transición hubiera sido muy distinta. Más complicada, desde luego, más áspera y peligrosa. Pero no necesariamente mejor, ni mucho menos.

Con su abdicación de ayer, dos de junio de 2014, se inicia la segunda transición. Al igual que sucedió con Benedicto XVI, hace ahora un año, el Rey se aparta con una voluntad de aggiornamento. ¿Conmoción sísmica en los aledaños de la Corte o jugada precisa -e inteligente- en el tablero del poder? Pronto lo sabremos. Junto a los brotes antisistema que cuestionan la narrativa democrática de estos últimos treinta años y el exceso autocrítico, han resurgido con fuerza la sensibilidad republicana y el separatismo, especialmente en Cataluña. El desprestigio de las instituciones ha alcanzado a la propia Casa Real, con el yerno del Rey en el epicentro de la tormenta judicial. En año y medio como mucho, ni el PP ni el PSOE dispondrán de mayoría absoluta en el Congreso, por lo que la reforma constitucional parece ya inevitable. En esa reforma, la nueva generación que representa el heredero de la Corona, don Felipe, tendrá, sin duda, un papel protagonista. Con un gesto de intuición borbónica, el rey Juan Carlos ha cambiado todos los tempi de la política española. Aggiornamento, ventanas abiertas: la Monarquía quiere pilotar la estabilidad española y no dejar la iniciativa en manos de los nuevos populismos. España se apresta a la segunda transición.