El ya famoso libro del economista francés Thomas Piketty Le capital au XXIe siècle (Éditions du Seuil, Paris), traducido al inglés por la Harvard University Press, ha planteado con crudeza un problema que resulta vital en la sociedad global del siglo XXI: se ha producido una creciente desigualdad en el seno de todas las sociedades que, por su magnitud, amenaza no sólo con promover conflictos sociales sino también con volver ineficiente el modelo capitalista, que no funciona si no existen unas pobladas clases medias de consumidores. En un mundo formado por una exigua elite de millonarios y por un proletariado sin poder adquisitivo, el modelo capitalista no funciona.

Piketty explica con claridad la causa de este fenómeno, propio del siglo XX: el retorno „el rendimiento„ del capital neto es normalmente superior al crecimiento económico, lo que produce una creciente desigualdad entre quienes poseen el capital „generalmente pocas manos„ y todos los demás. El fenómeno se consolida de forma exponencial (al interés compuesto), y fue especialmente activo el siglo pasado dadas las grandes convulsiones que agitaron y animaron el sistema económico, al tiempo que proporcionaban grandes oportunidades a los capitalistas con iniciativa.

Para corregir en el tiempo esta situación, Piketty propone la terapia clásica: redistribución. Gravar las rentas del capital hasta que el retorno neto agregado se sitúe por debajo del rendimiento económico. Para ello plantea un impuesto del 80% a las rentas superiores al millón de dólares y del 50-60% para las superiores a los 200.000, así como un impuesto sobre el patrimonio del 10% anual (o del 20% una sola vez) para las mayores fortunas.

Con independencia de la valoración política que cada cual haga de esta propuesta, que suena bien pero que resulta al mismo tiempo un tanto anacrónica „la socialdemocracia ya va por otros caminos en Occidente„, su eficacia es dudosa porque, como explicaba hace unos días el periodista económico Carlos Sánchez, "los riesgos de deslocalización de las rentas del capital son infinitamente superiores a las del trabajo". Y pensar que un solo país o incluso una sola región económica „como Europa„ puede imponer altos tipos impositivos es desconocer la facilidad con que los capitales pueden salir del alcance de quien haga tal cosa.

Por ello precisamente, el moderno centro-izquierda occidental ha desistido de mantener las viejas recetas basadas en la redistribución de la renta, y ha optado por una política de igualdad de oportunidades basada en el gasto público. Se trataría, en fin, de sostener y garantizar unos grandes servicios públicos, universales y gratuitos, así como un sistema de protección social, que aseguraran la referida igualdad en el origen.

Sánchez destaca en su artículo otras ventajas de la implementación de una política de gasto en el sentido apuntado, y entre ellas hay que citar el hecho de que al invertir recursos en políticas educativas se actúa contra la desigualdad social „y no sólo financiera„, lo que mejorará la arquitectura institucional del país, acentuará el crecimiento y tendrá, a la postre, efectos sobre la distribución de la renta más profundos que si se actuase sólo sobre los ingresos mediante una alta presión fiscal.

La cuestión de la desigualdad, que fue estrella en la reunión del Foro de Davos del pasado enero, está en candelero: el FMI, la OCDE y distintas instituciones supranacionales, así como un sinfín de economistas de todo el mundo, cavilan sobre este asunto, conscientes de que en la solución de esta tendencia están en juego los grandes equilibrios mundiales. Es un tanto desolador que la política española aún no haya descendido a estos parajes, como si el problema no fuera con nosotros.