Unos días después de las declaraciones de Pilar Urbano sobre el 23-F, me encontré a Tino Alomar -que con los años sería Celestí- paseando cerca del mar. Tino ha sido muchas cosas en la vida; quiero decir que su zizagueo político es un laberinto borgiano: senderos que se bifurcan para después regresar a su centro y volver a salir. Quizá esta sea, en el fondo, la vida de las personas, o el destino en espiral de los insulares, no sé. Pues bien: una de las cosas que fue Tino Alomar es melianita. Se llamaba melianita al entorno mallorquín del político Josep Melià, años antes de que éste se instalara en Mallorca, abriera un bufete de abogados y luego... Yo nunca fui melianita, ni he sido nada que acabe en ´ita´ o ´ista´ -pertenezco a la especie de los que bastante tienen con ser ellos mismos y viven a la intemperie-, pero traté a Josep Melià por cuestiones literarias. Él aún vivía en Madrid y acababa de publicar su novela Les pluges de sal. O quizá fuera ya Delegado del gobierno en Cataluña, no recuerdo. Me citó una tarde en el Bar Niágara de Palma para plantearme si yo podía traducir su novela al castellano. La iba a publicar Argos-Vergara -que entonces pilotaba su amigo Armas Marcelo- y varias personas -una de ellas Guillem Frontera, de quien un par de años antes yo había traducido La ruta dels cangurs- le habían aconsejado mi nombre para desempeñar ese trabajo. A los consejos ajenos, él añadió un generoso entusiasmo, marca de la casa cuando charlaba de literatura o de historia y de eso fue lo que hablamos en aquel primer encuentro.

Luego le traduje el libro y pasé horas muy buenas, tanto traduciéndolo, como en las dos o tres reuniones que mantuvimos para solventar algunas pegas (recuerdo una sobre la tela de llengües o llengos, que fue antológica, y la voluntad erudita de Melià, impagable). Hablo de muy a principios de los años 80.

Pero vuelvo a Tino Alomar. La tarde que nos encontramos paseando junto al mar le comenté que me parecía muy curioso que en el actual revuelo de declaraciones, libro y artículos periodísticos sobre el 23-F y Suárez, Josep Melià no hubiera aparecido por parte alguna. Y que no lo hubiera hecho, sobre todo, en los periódicos mallorquines. Recordé que poco después del golpe, Melià se encerró en un hotel madrileño y en cuatro días -se dice pronto- escribió Así cayó Adolfo Suárez. Recordé que meses antes de mi cita con él para la traducción de su novela, Melià había escrito otra novela sobre el reverso civil del golpe, La trama de los escribanos del agua. Recordé que Melià era en aquel momento Secretario de Estado para la Información -¿o ya no?- y que de serlo, había estado en el gabinete del Hotel Palace, mientras el gobierno permanecía secuestrado. En fin, sólo eso, debería haber llenado ahora media página en cada uno de los periódicos locales, pero no lo hizo.

Tino Alomar me dijo que aquella misma mañana le había contado una anécdota de Melià a un periodista de IB3. Resumiendo: Alfonso Guerra había tratado despectiva y sarcásticamente a Melià, refiriéndose a él como ´el que anuncia los Piensos Sander´. (Para los que no estaban o les falla la memoria, diré que en dicho anuncio figuraba la cabeza y cara de un cerdo). Josep Melià -que era un gordo que sabía reírse de su físico: ´yo no me visto, me tapo´ le gustaba decir- replicó rápidamente que era mejor parecerse a un anuncio de piensos que comerlos. Así era el Melià que conocí: rápido, inteligente e incapaz de arredrarse políticamente. Un hombre de Estado, digamos que a la francesa, con una capacidad de trabajo inagotable y un talento privilegiado. Entonces era así y no hablo desde la admiración: constato hechos, ya lo he dicho: nunca fui melianita, pero traté a Melià -y el trato fue bueno-, como traté a su mujer y a su hermana, magníficas ambas. Y aún recuerdo un programa de La Clave de Balbín, donde estaba invitado precisamente junto a Alfonso Guerra y otros que se evaporaron en los primeros minutos del debate.

Guerra era entonces l´enfant terrible, el ocurrente temible, el ingenioso implacable y a veces cruel, algo que gusta mucho en España (y por supuesto incluyo Mallorca en ese gusto tan particular). En España el ingenio siempre se ha valorado más que la inteligencia, llegando incluso a confundirlos para provecho e impostura de tantos pícaros, ingeniosos y maleantes. Pues bien: sin despeinarse, tranquilamente, utilizando sólo la inteligencia, la memoria, su fuerza natural -que la tenía- y los datos, Melià arrasó con Guerra en ese programa. Lo desarmó sin castigarle luego con la displicencia. Simplemente lo abrumó y avergonzó por puro contraste. Y no tenía nada a favor: ni el físico -la televisión engorda a los delgados, imaginen a los que no lo son-, ni el puesto -el gobierno no estaba en sus mejores momentos y la oposición gozaba del favor de todas las columnas periodísticas-, ni el medio -parecía haber sido invitado para representar y nada más-. Pero Melià salió triunfante sin dar, eso sí, muestra alguna de satisfacción posterior o abuso, ni siquiera irónico, por ese triunfo. Qué tiempos.

Cuento todo esto porque está bien que Anatomía de un instante, de Javier Cercas, se use, como se usa, de referencia literaria respecto al golpe del 23-F -y algunos lo confundan con la realidad-; o que el libro de Urbano provoque un debate sobre el asunto; o que el programa de Évole y sus daños colaterales nos den otra muestra de los valores dominantes del país donde vivimos. Pero sin movernos de casa -entre Así cayó Adolfo Suárez y La trama de los escribanos del agua- en Mallorca tuvimos a quien antes que nadie ofreció las claves más documentadas del golpe -vía periodismo político y vía literaria también- y al morir Suárez y revolver el pozo del 23-F, nadie, nadie de casa, ha acudido a esas fuentes, o ha recordado que la isla -uno de sus destacados nativos del siglo XX- volvía a estar, una vez más, en el epicentro de la noticia. Y disculpen el localismo, que no lo es. Quizá si lo fuera no habría ocurrido lo que ha ocurrido y el silencio sobre Josep Melià estas semanas -nuestro hombre en el lado bueno del 23F- habría sido sustituido por el folklore y el yo lo vi primero. Quizá mejor, pues, que haya pasado desapercibido, digo yo, sin estar tampoco muy convencido.