Leo en una sección de Sociedad que un joven empresario de Mallorca, casado y separado en poco tiempo de una famosa presentadora de televisión, y padre de un hijo común de corta edad, lucha por la custodia (como mínimo, compartida) del pequeño. Leo también el modo en que el redactor se conmueve, y nos traslada la conmoción que en sus allegados, miembros de la buena sociedad isleña y nacional, provoca la situación. Y pienso que todo ello es muy comprensible. Hasta yo, que no le conozco, me conmuevo y deseo que ese niño pueda disfrutar de su padre y de su madre, como tiene que ser. Lo más lógico, me digo. Los hijos nunca tienen la culpa de la separación de sus progenitores. No han venido al mundo a petición propia, sino que se les ha impuesto. Por tanto, no deben ser sometidos a las diferencias o disputas surgidas entre los adultos. No pueden ser arma arrojadiza, ni moneda de cambio. Los hijos no deben ser divorciados de sus padres.

Pero también me doy cuenta, aún más si cabe, de cómo han cambiado las cosas en muy poco tiempo. Cuando hace apenas diez años algunos empezamos a luchar y defender públicamente la custodia compartida, incluso escribiendo en la prensa, dando argumentos lógicos a favor de dicha medida y recopilando los estudios de profesionales que, sobre todo en otros países como Estados Unidos, recomendaban que los hijos mantuvieran una relación equitativa con ambos progenitores tras los divorcios, cuando hacíamos eso, digo, uno tenía la sensación de que se nos miraba con una mezcla de estupor y aprensión. "Las mujeres están mejor diseñadas que los hombres para cuidar de los hijos", le llegué a oír en una tertulia televisiva a una conocida representante "feminista" (según ella), contraria a la custodia compartida de los hijos. Un feminismo muy raro, pensé entonces, porque el verdadero movimiento feminista siempre había buscado la igualdad y, sin embargo, el movimiento al que pertenecía la curiosa socióloga aficionada parecía catalogar a la mujer como espécimen diseñado para hacerse cargo de los hijos, como si los tiempos y la asunción de roles entre hombres y mujeres no hubieran cambiado del modo en que lo han hecho durante los últimos cuarenta años.

Así, muchos hombres de mi generación, niños de los años sesenta, que habíamos crecido inmersos en una cultura de ideas realmente feministas, creyendo en la verdadera igualdad no solo en el acceso al mercado de trabajo por parte de hombres y mujeres, sino también en el reparto igualitario de tareas domésticas y de crianza de los hijos, nos sentimos estafados. ¿Dónde estaba esa igualdad cuándo, inmediatamente después de habernos convertido en padres, fuimos expulsados de nuestro particular paraíso? ¿Dónde estaba esa igualdad cuando se nos impedía disfrutar de esa paternidad y de dar a nuestros hijos una atención permanente e implicada en su educación y desarrollo?

Con todo, lo peor fue la reacción de determinadas personas con poder de decisión. Y no hablo de jueces: éstos „salvo excepciones„ han venido evolucionando de forma natural a favor de la custodia compartida y, además, intentaban hacer ya entonces lo que estaba en su mano, a veces frenados por leyes como la del año 2005 del Gobierno Zapatero, que incluyó una importante limitación práctica a la custodia compartida, supeditándola al "visto bueno" del ministerio fiscal (medida ya derogada, porque atentaba contra el principio de independencia judicial). No. Me refiero a las "decisoras colaterales". Aquellas que podían influir, y hasta paralizar procedimientos judiciales, prolongándolos hasta que la infancia de esos niños con los que sus padres no podían relacionarse de forma natural había desaparecido por el mero paso del tiempo. Individuos y sobre todo individuas (al menos, esa es mi experiencia personal y profesional acreditable y acreditada) que, desde puestos clave en los aledaños del proceso (por ejemplo, ciertos equipos psicosociales; no todos), entorpecían „cuando no impedían directamente„ la relación de los hijos con sus progenitores masculinos; dejando que el tiempo fuera transcurriendo hasta el punto de que los pequeños ya no recordaran haber vivido con su padre. Unos tiempos muy duros, de los que algunos pudimos salir victoriosos aunque pagando un precio muy alto. Y en los que otros padres y sus hijos no tuvieron tanta fortuna, pagando el precio de las vidas perdidas. Ahora, esas individuas que tanto daño quisieron hacer (e hicieron) se creen en el olvido. Pero son inolvidables. Porque, aunque creyeron actuar desde la sombra, cobarde anonimato, la única sombra estaba en sus almas, negras como la pez.

Por suerte, como decía, los tiempos han cambiado deprisa. La concepción igualitaria (la que siempre fue defendida por el feminismo honesto y justo, y no por el pseudo-feminismo de boquilla) ha llegado paulatinamente a los procesos en que se dirimen las custodias de los hijos tras los divorcios. Sin que nadie pueda ya entorpecer las decisiones que los jueces de familia toman al respecto, según su libre criterio y con el único límite del bienestar del menor. Los hijos no son una propiedad de nadie. Lo ideal es que una pareja que se separa sea capaz de entender que deben mantener a los menores completamente ajenos a sus discrepancias. Y que lo hagan. Pero, mientras no sea así, al menos es una buena noticia que aquellas almas negras que (lanzando la piedra y escondiendo la mano, como hacen siempre los miserables) disfrutaban haciendo daño por encargo, cada vez tengan menos margen de maniobra. Aunque no nos olvidemos de ellas: que en estos casos la memoria es justicia.