Rajoy insiste en que ni él ni ningún presidente del Gobierno de España puede poner en cuestión, ni por tanto negociar, la soberanía nacional, que se halla constitucionalmente en manos del pueblo español, por lo que no es posible debatir sobre el referéndum auspiciado por la Generalitat. Artur Mas, por su parte, asegura que "hablar con Rajoy sin tratar la consulta sería de zombis". Y a consecuencia de este enfrentamiento dialéctico, el diálogo no se produce y prosigue la incomunicación. Naturalmente, uno y otro se lanzan mensajes a distancia, pero es obvio que ni este cruce de señales ni los encuentros entre emisarios son capaces de formalizar una verdadera dialéctica creativa que pueda considerarse antesala de un hipotético acuerdo acuerdo.

Llegados a este punto muerto, conviene recordar que la discrepancia de fondo entre Rajoy y Mas, entre Barcelona y Madrid, no radica en la celebración o no del proyectado referéndum del 9 de noviembre, que sería en todo caso una derivada del problema y no el problema mismo. El conflicto consiste en un largo desentendimiento político y económico que llegó al cenit con la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que podaba de modo inmisericorde el nuevo Estatuto de Cataluña, y que en la práctica se traduce en una discrepancia de fondo sobre la cuota de solidaridad que debe abonar Cataluña y sobre la insuficiencia de ciertas competencias autonómicas, especialmente las culturales, sobre las que además el Gobierno se entromete constantemente. Todo ello proporciona el temario que deberían debatir y acordar el presidente del Gobierno español y el jefe del Ejecutivo catalán.

Si de verdad se busca la posibilidad de un acuerdo „la ruptura se aplazaría entonces a la pérdida de tal posibilidad tras ensayarla„, habría que dialogar entonces sobre la reforma del statu quo, del marco institucional. Concretamente, de la Constitución y del sistema de financiación autonómica.

Puesto que las reivindicaciones de Cataluña se centran en el reconocimiento de su identidad, en el blindaje de sus competencias culturales y en una mejora de la financiación que respetara el principio de ordinalidad, el debate sobre la reforma constitucional podría versar sobre la posibilidad de incluir en la Carta Magna una disposición adicional, la cuarta, que reconociera los derechos históricos de Cataluña (la propuesta ha sido efectuada no hace mucho tiempo por Miguel Herrero de Miñón). Para tal reforma constitucional, no haría falta procedimiento agravado, es decir, podría aprobarse por una mayoría de tres quintos de ambas cámaras, sin disolución de las mismas ni referéndum. Además, podría negociarse una reforma de mayor alcance que acentuara el carácter federal de la Constitución, reformase el senado y transfiriese a las comunidades autónomas las competencias culturales.

El debate sobre la financiación autonómica debería ser multilateral, puesto que se trata de encajar un modelo útil para el conjunto de la federación, y habría de basarse en el criterio europeo que caracteriza a los fondos de cohesión: las aportaciones de solidaridad para promover el desarrollo tan sólo se aplicarían hasta que el beneficiario alcanzase el 90% del PIB promedio del conjunto español.

Es claro que un diálogo franco sobre estas cuestiones, planteado con generosidad y buena disposición por ambas partes, podría desembocar en un nuevo modelo autonómico en que Cataluña se sintiera mucho más cómoda y reconocida, sin que por ello el Estado hubiera de abdicar de sus principios. ¿A que se espera, entonces, para empezar a hablar?