En coche, a pie, en patinete o, dicho a la inglesa, en skate. Lo cierto es que hoy es el día en que la Infanta tiene que descender la ya casi mítica rampa de los Juzgados de Palma con el objetivo de declarar. Ya hay quienes están tomando posiciones en la línea de meta para arrojarle a la infanta esponjas de agua, dedicarle unos gritos de ánimo como si fuera una ciclista que haya logrado escaparse del pelotón. Los republicanos lo tendrán fácil a la hora de componer versos en contra de la monarquía. Sólo los adeptos al régimen monárquico sentirán en sus carnes el oprobio de ver el descenso de la infanta rampante en dirección al cadalso. Pero no hay que exagerar. Se trata tan sólo de una declaración. Aunque también es muy cierto que tras esta declaración la herida quedará, aun si cabe, un poco más abierta y más sangrante. El despliegue de fuerzas de seguridad y de periodistas es descomunal. Lo que suele ocurrir en estos casos, que las expectativas son desmesuradas en comparación con el hecho en sí. Un par de minutos de descenso y luego el encierro. El perímetro de los juzgados desierto e hipervigilado y las azoteas y balcones tomados por la policía. Se esperan actuaciones que parodien a la monarquía. Otro trabajo fácil. Para ello no es necesaria una imaginación desbordante. Sale sin querer.

El tema de la monarquía corrompida está idealizado. Lo habitual en la realeza ha sido siempre la corrupción. Viene de antiguo. Era lo normal, vamos. Entiéndanme: se trata de una corrupción implícita, una costumbre ancestral, un modo de gobernar súbditos. No es que ésa fuese su voluntad, la de actuar de forma corrupta, es que era lo natural. Como quien respira. Era una corrupción aristocrática, muy alejada de los asuntos burgueses. He aquí el asunto: como nuestras convicciones no son, en general, monárquicas y estamos tan acostumbrados a agradecer al rey determinadas cosas, el papel de súbditos nos queda un poco impostado. En fin, que nos costaría horrores doblar la rodilla en señal de reverencia ante alguien tan sospechoso de fraude y robo. Lo que ocurre es que nuestra monarquía ha caído varios peldaños y se está comportando como el clásico burgués, con los mismos tics de la burguesía más normalizada. Es decir, con mucho dinero de por medio. Cuando el dinero siempre fue asunto de mediocres y de gente de mal gusto y vivir. Un tema burdo que no había que nombrar. El declive comenzó cuando la monarquía empezó a cometer los mismos pecados que la burguesía. Un momento crucial. Los abusos perdieron empaque y distinción. Se volvieron comunes y bancarios. Un rey cazando elefantes es lo natural. Un rey con varias amantes es lo natural. Pero ya quedan pocas monarquías puras. La monarquía siempre se llevó mejor con las clases poco instruidas que con la burguesía emergente que, aun rindiéndole pleitesía, en el fondo tal pleitesía estaba sustentada en un desprecio. Luego, había otros burgueses con manías de grandeza que actuaban con más pompa y circunstancia que los propios reyes. Sus ansias de acceder a palacio no tenían límites (si me voy pareciendo al ínclito Peñafiel, por favor, avísenme con suficiente antelación).

Lo cierto es que si uno se da un garbeo por la red, comprobará que el espíritu de la Revolución francesa sigue intacto. Las mismas soflamas al estilo de Blanqui o Marat. Tras todos estos comentarios late el espíritu de la guillotina. Y ya sabemos que las guillotinas suelen, cual bumerán, volverse en contra de sus activistas o promotores. La Historia nos lo cuenta con claridad: nada tan reaccionario como un revolucionario.

Luego están los adeptos al rey y a su corte. Los cortesanos de profesión o devoción, que nunca se sabe. Esos que pretenden blindar los desaguisados cometidos por la realeza. Se comportan como unos súbditos impecables, los niños pelotas de la clase que se deshacen ante la presencia de algún componente de la realeza y que siguen creyendo en la natural inmunidad y, por tanto, innata impunidad de sus miembros. Si la ley tiene que ser equitativa o, dicho, al modo juancarlista, igual para todos, habrá que convenir que cualquier miembro de la Casa Real es susceptible de pasar por el aro de la justicia.

Pero hoy la protagonista no es otra que la rampa. En su suave pendiente se cuece el destino real. Lo que ocurra en la sala es un misterio.