Los malos vientos que soplan desde el Gobierno, las Cortes y la multitud de columnistas reacios al proceso soberanista que plantea la mayoría parlamentaria de Cataluña tiene como uno de sus principales argumentos que, si se trata de decidir acerca de la independencia de una parte del Estado, son todos sus ciudadanos quienes tienen que pronunciarse. A esa razón le subyace el convencimiento de que en un referéndum que se celebrase en el conjunto del reino iba a triunfar de lejos el "no" a la separación. Por más que semejante cosa no sea esté ni mucho menos garantizada, porque abunda el cansancio frente a lo que ha sido una reclamación permanente de más privilegios por parte del nacionalismo catalán (y vasco), como si lo pactado en la transición no fuese sino el mecanismo para obtenerlos. No se ha hecho, que yo sepa, encuesta alguna a tal respecto, pero puede que vaya en aumento el número de quienes piensan que, si tanto quieren irse, que se vayan. En cualquier caso, el axioma de que votan todos los afectados por la independencia no parece ser tan absoluto. El municipio vasco de Igeldo acaba de estrenarse como nuevo ayuntamiento tras su separación de San Sebastián sin que los vecinos de Donostia hayan ido a las urnas. Fueron los de Igeldo los que hace un mes, con un 61% de votos favorables, votaron a favor de la independencia como municipio deshaciendo el camino andado en la época de la dictadura del general Franco. Y eso pese a que la gran mayoría de los concejales de San Sebastián se oponía al proceso secesionista.

Se dirá que no es lo mismo constituirse en ayuntamiento independiente que en Estado aparte. Y es cierto. Pero lo que se discute en esta columna no es el detalle de la organización político-administrativa sino lo que supone, en términos teóricos „y, llegado el momento, prácticos„ la voluntad ciudadana ligada a la expresión del voto. Cuando hace décadas fue otro barrio donostiarra, Astigarraga, el que se convirtió en nuevo municipio, sucedió lo mismo: fue el resultado de una consulta en la que sólo votaron los vecinos de la localidad y no los de la capital de Guipúzcoa o, ya que estamos, los de toda la provincia. En ambos casos ha hecho falta que un poder político superior apoyase el proceso secesionista, es verdad, pero se trata de un asunto distinto. De hecho, se trata del asunto en el que deberíamos estar ya instalados: el de la discusión en términos políticos acerca de cómo cabe consultar a la ciudadanía cuando algo tan serio como un proceso soberanista se pone sobre la mesa no de manera caprichosa, como se ha dicho en ocasiones, sino a través del parlamento catalán. Quién vota, qué vota y cuáles son las consecuencias de lo que sea que salga de las urnas son cuestiones que han manejado mucho mejor las instituciones vascas y los barrios donostiarras que el Gobierno de Madrid. Vaya contrasentido, con la que anda ahora armada.