En un reciente artículo publicado en The Financial Times, Lawrence Summers, exsecretario del Tesoro americano, ha sugerido la posibilidad de que Occidente haya entrado en un largo periodo de anemia económica. El precedente inmediato podría ser Japón „o, en su caso, Italia„, que lleva décadas sujeto a un débil crecimiento a pesar de la indiscutible productividad de sus ciudadanos y la eficiencia de sus instituciones. Las rigideces estructurales, el envejecimiento demográfico o la ausencia de flujos notables de inmigración, son algunos de los motivos que explican el stand-by japonés, a los que habría que añadir, ya en Europa y en Estados Unidos, el colosal endeudamiento „público y privado„, así como la falta de desarrollo tecnológico. La globalización ha permitido una depreciación, externalizando además buena parte de los empleos de la industria manufacturera. No es ninguna novedad: los excesos se purgan con el dolor de varias generaciones.

¿Hemos aprendido algo? Una viñeta humorística publicada en The New Yorker hace unos años nos mostraba a un broker, deprimido y alcoholizado, en la barra de un bar, pidiendo que le sirvieran de inmediato otra burbuja. En realidad, ese burbujeo chispeante y artificial de los activos constituye la esperanza de muchos: inflar otra vez el sector inmobiliario, disparar la bolsa para que cotice a precios desorbitados y, por supuesto, que el crédito fácil funcione de nuevo como catalizador del crecimiento. Así, la crisis se combatiría empujando la pelota hacia delante, y esperando que el futuro arregle por sí mismo los problemas de fondo, mientras se aligeran las dificultades de hoy. La burbuja facilitaría la creación de empleo y los beneficios „unidos a la inflación„ relativizarían el peso de la deuda. Se ganaría años y paz social. Por lo demás, y como decía Keynes, en el largo plazo todos habremos muerto.

Pero igual que muchas otras soluciones, ésta también resulta engañosa. Summers apunta que, a pesar de las enormes inyecciones de dinero público, la recuperación ha sido muy endeble. ¿Cuánto se ha destinado a la adquisición de bienes superfluos o a la construcción de infraestructuras inútiles? ¿Qué porción de la riqueza creada se ha desviado hacia las naciones emergentes de Asia? El ejemplo reciente del Plan E „absurdo y costoso„ es recurrente, aunque no, ni mucho menos, excepcional. Por otro lado, cabe preguntarse cuál ha sido el efecto real del gasto público en aquellos sectores donde los gobiernos han concentrado sus esfuerzos „pensemos en la vivienda, la educación o la sanidad„, donde la elevada inflación „y la consiguiente burbuja„ se ha convertido en una realidad ineludible. ¿Por qué España paga una de las electricidades más caras de Europa, cuando se trata de una de las energías más subvencionadas por el Gobierno? ¿Qué efectos positivos han aportado a la larga las deducciones por compra de vivienda o por alquiler? ¿Y los enormes beneficios fiscales a las multinacionales, los fondos malgastados con las televisiones autonómicas o las improductivas ayudas a la agricultura? En la mala asignación de los recursos públicos reside una parte esencial del problema. De nuevo, los excesos se pagan.

Es probable que, en las próximas décadas, el mundo se enriquezca en la misma medida en que Occidente se atasca. Las multinacionales, las empresas exportadoras y las economías emergentes capturarán los dividendos que dejamos de producir nosotros. No sabemos cuán largo será el invierno, ni cuán cálidos los veranillos. Pero prepararse para una relativa escasez parece más sensato que confiar en la bondad de las futuras burbujas.